CAPITULO CINCO. EN MEMORIA DE

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Valencia. Marzo. Año 2032

Mi mente sucumbía profundamente en un mundo entrópico. Un mundo sin forma, un mundo oscuro y lúgubre del cual salir de allí suponía un esfuerzo abatible. Me vislumbraba en medio de una oscuridad sempiterna, en la cual yo yacía en ella. No podía ver más allá, no podía encontrar un significado, no podía entender que hacía allí. No sentía miedo alguno, tan solo paz, tranquilidad, y una sensación placentera. No había dolor, ni sufrimiento. Tan solo oscuridad. Una oscuridad que me envolvía me abrazaba, y me atrapaba más en ella. No sentía necesidad alguna de salir de allí, pues mi cuerpo no respondía, flotaba en medio de la nada. 

Me desperté temprano. Apenas había amanecido, pero el ajetreo semanal ya se oía en las calles. Me dirigí al cuarto de baño para utilizar aquel invento tan importante para el avance de la humanidad que permite que podamos vaciar nuestra vejiga. Me desnude delante del espejo. Éste me devolvía la mirada. Aquel rostro de pelo moreno, nariz ancha y labios carnosos, eran abrazados en sí por un largo bigote, cuyos extremos acababan en punta. Todo ello, seguido de un cuerpo poco en forma y con algo de sobrepeso. No suena muy atractivo… tampoco espero que lo sea.

Entré en la ducha, y ahí me quedé largo rato bajo aquel manto de agua que se deslizaba por todo mi cuerpo y me daba un momento de paz. Un momento sumido en mis pensamientos, en mí mismo. Al salir de la ducha, volví a mirarme en aquel espejo. Mi cara era igual que antes, pero ahora pequeñas gotas de agua se deslizaban por mi piel y tras ellas, dejaban un pequeño camino serpenteante que discurría y terminaba formando una gota más grande en mi barbilla.

Me lavé los dientes durante dos minutos treinta segundos, y proseguí con lo rutinario. Volví a mi cuarto, cogí del armario una camiseta blanca y unos pantalones negros. Me preparé la mochila con un termo de café con leche, un sándwich vegetal, y mi libro. Salí del apartamento.

La calle estaba hasta arriba de seres humanos que andaban de un lado a otro. El suelo adoquinado era pisado por doquier.

Los edificios se imponían a lo largo de las grandes avenidas, tan altos que parecían que rasgaban el cielo. Tomé dirección a la estación de trenes. Subí las escaleras.

El andén estaba abarrotado. La estación, concurrida.

Una aglomerante humanidad, esperaba ansiada el transporte más eficaz de la ciudad. Conduje mis andaduras hacia las puertas de entrada -B-.

La espera citada en las pantallas conllevaría una demora de veintitrés minutos exactos. Tome asiento. La entrada -A- apenas estaba concurrida, la entrada -C- por el contrario, suponía una estampida humana. No muy lejos de mí, dos niños hablaban: “¿Cuántas personas de rojo ves en el andén -C-?, preguntó el primero. “¿Cuál es ese andén?” preguntó el más pequeño. “Es aquel de allí, en el que hay tanta gente” señaló de nuevo el primer niño.  “¡Ah, vale! Uno, dos, tres, cuatro… ¡Ay!, ese ya lo había contado. Es que son muchos…” respondió el segundo regañando por no haber superado la tarea. “Niños, ¡Alejaos de la valla! No me gusta que estéis tan cerca”.

La voz provenía de una tercera persona. La madre había llegado y con ademán de incipiente disciplina, adentró a los niños en su recodo de estación.

Yo seguí tan semblante escena. Cuando llegaron a la mesa, me percaté de que la madre estaba sentada ya junto al marido. La mujer que había llevado de vuelta a los niños tomó asiento junto a ellos, ocupando su misma mesa.

Me coloqué a la espera del tren, ensimismado, leyendo, y fuera de conjeturas. A los veintitrés minutos exactos, la megafonía anunciaba la llegada del tren. La odisea ahora se cernía en la búsqueda de un apretado sitio entre la multitud. Encontré un pequeño hueco, justo en los asientos de reserva para personas con minusvalía.

Nido BlancoWhere stories live. Discover now