CAPÍTULO SEIS. ESTO NO SON CAMPANAS DE BODA

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Pueblo de Arnancia, Provincia de Valencia, 24 de junio de 2032.

El estridente sonido de las campanas anunciaba la entrada a la iglesia. Una congregación humana, con atuendos negros, se encaminaba hacia las puertas y entraban sin musitar palabra alguna.

Tan solo se escuchaban siseos, pequeños comentarios de condolencia. Yo me encaminé seguido de mis padres y mi viuda abuela. Los humanos asistentes a aquel acto tomaron asiento en los diferentes bancos de madera que se disponían orientados hacia el presbiterio.

Nosotros tomamos los asientos principales, justo al lado del féretro. Aquel armatoste de madera de pino que contenía el cadáver de mi abuelo se encontraba en el centro mismo de todo. Ahora cerrado, pero no hace menos de veinticuatro horas, el mismo ataúd, se encontraba tras un cristal, con la tapa abierta expuesto al público. Una costumbre todavía intacta.

Curiosamente, (y durante ese corto tiempo), ves humanos que hace años que no habías visto, que llegan hasta los familiares allegados, y a modo de siseo consternado, les muestran sus condolencias. Una muestra de respeto. Según dicen, dar un último adiós a la persona que yace tumbada inerte. Resulta curioso el número de personas que asisten a un funeral.

En los bancos del fondo, los hermanos de mi madre. Personas de carente sentido familiar, cuya pleitesía ante el féretro, vislumbra un sarcástico dolor. Denotan aburrimiento, pues las miradas a sus relojes, avivan tal pensamiento. Traen consigo formularios, papeles y un bolígrafo.

En el tercer banco empezando por la izquierda, la hermana de mi abuelo, es decir, la tía muerta de mi madre, pues su pasaje familiar ha brillado por su ausencia. En los bancos más al fondo, se puede ver al panadero y su mujer de ropajes extravagantes, al albañil y su esposa de joyas lustrosas, al cerrajero, su mujer, y su hijo (que no conoce ni quien es mi abuelo), al pintor, la frutera, la vecina de arriba, la vecina de enfrente, la vecina de la puerta ocho, dos, cuatro, el vecino del tercero, la vecina del primero, los vecinos de la puerta siete, la vecina del quinto, los vecinos del vecino de enfrente... en fin, te das cuenta de la importancia que tiene estar muerto para los demás.

El cura inició la misa, y todos los asistentes tomaron asientos y se mantuvieron a la espera de que aquel hombre, de hábito blanco, comenzar a deleitarnos con sus palabras. Tras media hora escuchando palabras, murmullos e inicios de resfriados, me levanté y me dirigí a la salida para inhalar el humo de aquel vicio tan poco atractivo para la sociedad, pero de lo más placentero para mi cerebro.

Algunas figuras humanas, se habían quedado fuera de la iglesia, hablando y fumando. Otras, por el contrario, estaban dentro, deleitando su espíritu con aquellas palabras sagradas. Distraído, me dirigí a las afueras de la iglesia con la intención de que nadie se acercará a contentarme la oreja explicándome lo bueno, amable, simpático, buena persona y una gran cantidad de adjetivos que describían a mi abuelo, cuando realmente yo ya sé cómo era, y ellos tan solo, intentan encandilar sus palabras para sentir en su interior que están obrando de manera correcta. Su amabilidad duraría aquel día. Una vez todo haya pasado, y las aguas normalicen su cauce, nadie se acordará de mi abuelo. Nadie volverá a agasajar a mi familiar hasta el próximo cuerpo inerte y sin vida que sea expuesto ante el público.

Una vez acabada la misa, a la salida de aquellas imponentes puertas de oro, uno a uno, fueron pasando los asistentes. Una mujer algo desdeñada, se acercó a marcha equina y no a lomos de un caballo. Se trataba de la Sra. Villanueva.

-Hola Eden, ¿Qué tal estas?, hacía tiempo que no te veía por el pueblo... Aunque yo siempre pregunto a tus abuelos -Cambió su rostro y mostro una amargura fingida-. Una pena lo de tu abuelo... le vamos a echar de menos aquí en el pueblo... Mi más sentido pésame. Un duro golpe, sobre todo para tu abuela y...

Nido BlancoWhere stories live. Discover now