1.La cabina de policía

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El manojo de llaves chocó contra la mesa de caoba. Estaba en casa, por fin. Me dirigí hacia la cocina, y sin molestarme en encender la luz palpé la encimera hasta encontrar mi termo con té relativamente caliente.

Salí de la habitación, y sin mucho cuidado arrojé sobre la baranda la chaqueta que desde hacía rato levaba en la mano.
Luego me detuve ante el espejo que tenía delante y observé largo rato a la chica que se reflejaba allí: un aspecto conformado por un rostro ligeramente afilado adornado con una respingona nariz y unos grandes ojos verdes. La tez algo más pálida de lo normal, y unos pequeños labios delimitados por sus respectivos hoyuelos. Y como retoque, múltiples pecas salpicadas por la zona de la nariz y debajo de los ojos.
Alrededor de aquel rostro, una abundante cabellera pelirroja que caía por los hombros hasta la cintura. Pero no era un color calabaza, ni chillón; era aquel color rojizo que se encontraba a medio camino entre el naranja y el rojo. Un color perfecto que ningún tinte podría jamás imitar.
Si dejábamos a un lado las ojeras que en aquel momento cubrían los ojos, podría decirse que la joven del espejo era medianamente guapa. Aunque de aspecto curioso, sin duda.
Esa chica, era yo.
Y mi propio reflejo me llevó en ese momento a hacer un pequeño análisis de mi vida: era modelo y bailarina de ballet clásico algo famosa, de hecho había conseguido un par de papeles en alguna que otra película. Era lo que siempre había soñado; y a la vez era mi peor pesadilla. Trabajaba sin cesar día (e incluso gran parte de la noche en muchas ocasiones), y aunque lo tenía prácticamente todo, no encontraba felicidad en nada. Sentía que necesitaba algo más de la vida, pero la vida solo me asfixiaba cada vez más.
Sacudí la cabeza: estaba demasiado cansada; lo mejor sería que subiera a dormir.
Mientras ascendía peldaño tras peldaño y a la vez que sorbía a traguitos mi té, me fui deshaciendo el recogido que sostenía mi pelo, dejando caer las horquillas tras de mí.

Cuando llegué a mi habitación, giré el pomo y abrí la puerta. Seguidamente una ráfaga de viento azotó mi rostro, acompañada de un horrible sonido (que supuse que sería reaggeton) que procedía de la casa del vecino.

-Puñeteros vecinos y puñeteras sus fiestas- murmuré mientras recogía los papeles que se habían volado a causa del viento y cerraba la ventana para bloquear el ruido.

Coloqué el termo ya vacío sobre el escritorio, y me desvesti y dejé caer la ropa sobre la silla verde que había bajo la ventana. Cogí mi camisón blanco con lazos azules del estilo de 1900 y me lo puse, tras lo cual saqué las sábanas de la cama y las dispuse para acostarme.

Alcancé el cepillo de la mesita de noche y peiné mi cabellera pelirroja mientras bajaba la persiana y echaba las cortinas sin prestar mucha atención.

Después, desplomé sobre la cama y cerré los ojos. Aspiré el olor a canela de las sábanas y me concentré en relajarme y olvidarme de todo, disfrutando de aquel momento de tranquilidad.

-Buum buum, buum buum- un martilleante ritmo de música basura resonó en mi cabeza.

-¡HASTA AQUÍ HEMOS LLEGADO! - grité a la par que arrojaba las sábanas a un lado.

Me levante exasperada por la maldita fiesta de los vecinos y me encaramé a la ventana, dispuesta a gritarles de todo a mis "queridos" vecinos.

Justo después de abrir la ventana me percaté de algo que antes me había pasado inadvertido.

Puse los ojos en blanco en señal de incredulidad ante aquel hecho surrealista y tuve que preguntarme a mí misma para cercionarme de que era verdad:

-¿¡UNA CABINA DE POLICÍA DE LOS 60 EN MI JARDÍN!?

Mis días en la tardisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora