4.El Conde Drácula

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Nada más precipitarme en el habitáculo, tuve que ahogar un grito, e instintivamente me tapé la boca con las manos ante la horripilante imagen: era un lugar oscuro, apenas iluminado por la tenue luz que lograba filtrarse por la pequeña y única claraboya (y fuente de luz) de la habitación. Adornado por múltiples telarañas, ratones y otros bichos repulsivos, el ambiente era sumamente lóbrego. Todo esto nada más era el marco del cuadro, ya que el verdadero objeto de atención era el conjunto de cuerpos mutilados cubiertos de un oscuro carmesí que ocupaba el centro. Personas, en su mayoría hombres, descuartizados y partidos a trozos, y muchos de ellos atravesados desde la cabeza hasta los pies por palos de madera.

Más tarde recordaría estos momentos y me preguntaría si los sutiles gritos y gemidos que escuché a continuación (provenientes de las víctimas mutiladas, que expiraban sus últimos alientos sumidos en una incesante agonía) eran reales o fruto de mi imaginación.

Cuando mi mente se golpeó contra la realidad e inhalé el intenso olor a putrefacción, retrocedí hasta la puerta y dando tumbos me alejé de allí.

Me perdí. Mi cabeza estaba embotada y desorientada, y no lograba encontrar la salida.

En algún momento abrí una puerta; era otra celda vacía excepto por una caja en un rincón que identifiqué como ataúd. Me acerqué sin pensarlo demasiado y abrí su tapa: en el interior había una mujer de tez extremadamente pálida, cabello oscuro y ataviada con un fino vestido blanco; estaba muerta.

Me alejé como pude y tras unos inciertos momentos, al fin encontré las escaleras.

Subí por ellas hasta la planta principal, pero pronto volví a encontrarme en la misma situación: no hallaba las escaleras hacia la segunda planta.

Seguí dando tumbos en la desesperada búsqueda de las siguientes escaleras, aunque sin saber cómo, acabé precipitándome en una pequeña habitación.

Era muy fría, y estaba cubierta por rosas rojas que ocupaban su lugar en jarrones y repisas, que le daban un siniestro aire al ambiente. Junto a la ventana había un diván de terciopelo rojo.

Rojo; aquel color me traía a la cabeza las horripilantes imágenes llenas de sangre del sótano, y pro consiguiente mi teoría rotundamente afirmada de que el conde Vlad era caníbal.

De pronto me sentí muy mareada, la cabeza me daba vueltas y me debilitaba a cada segundo. Los objetos fueron difuminándose lentamente; todo estaba ligeramente desenfocado.

-"Caníbal" -esa palabra palpitaba en mi sien a cada latido, como un fuerte martilleo.

Lenta y pesadamente me fui deslizando por la pared hacia abajo hasta quedar sentada en el suelo con las piernas encogidas.

-¿Padece de insomnio, Lady Casandra? -resonó de pronto la voz del conde Vlad, que se hallaba erguido en la puerta de la sala.

Desenterré la cabeza de entre mis rodillas súbitamente.

-¿¡Quién coño es usted!? -chillé, histérica.

-Soy el conde Vlad, querida. Sigo siendo la misma persona que conoció usted hace dos horas. Para entonces no tenía usted la misma versión de mí que ahora, ¿me equivoco? Es curioso cómo en unos instantes nuestra opinión cambia radicalmente.

-¿A cuántas personas ha matado? -pregunté a media voz en un susurro sollozado. Otra persona, en mi situación, habría salido corriendo de allí. Sin embargo, yo no lo hice; no podía. Estaba allí quieta, paralizada, sin poder moverme. Además, aún tenía que averiguar la verdad sobre todas esas muertes y mutilaciones.

-A más de las que pueda recordar -contestó Vlad a mi pregunta- Pero, ¿acaso importa? Es como matar animales, pero eso no le parece tan horrible, ¿verdad?

Mis días en la tardisDonde viven las historias. Descúbrelo ahora