Prólogo

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Esa noche, Devon se maquilló las ojeras y se puso un poco de colorete para disimular la palidez de sus mejillas. Siempre se había caracterizado por su belleza —no en vano se había ganado el apodo de Bardo Bello— y el día de su muerte no sería diferente.

Se peinó con esmero la melena negra, se vistió con su mejor ropa y jugueteó con el manojo de llaves antes de guardarlo en el bolsillo.

Iría a por una copa. O dos, o tres. O las que hicieran falta para recopilar el valor necesario y que su habitación se convirtiera en su tumba. Iría a ese lugar, sí. A ese lugar lejano que le traía recuerdos terribles que aumentarían su pesar.

Se subió en la moto, su Harley negra y plateada, y puso rumbo a su destino.

«Podría estrellarme», pensó, casi sin quererlo. Podía acelerar, estamparse contra el arcén y ahorrarse disgustos y dramas... Pero no. Prefería dejar la moto abandonada antes que destrozada en un desguace. Era el único vínculo con el pasado, sin esa moto no quedaría seña alguna de su paso por el mundo. Apretó los dientes mientras la ansiedad le trepaba por el pecho hasta posarse en su garganta.

«Aquí nadie te quiere». Nadie. Nadie lo quería. Ni él mismo.

Ya faltaba poco.

Entró en la discoteca con gesto teatral y una amplia sonrisa. No hubo quien no se detuviera a mirarlo. Era él, era el magnífico Bardo Bello, ¿cómo iba a pasar desapercibido? Sintió en su cuerpo la envidia y el deseo de los demás. Ah... la misma historia de siempre. Sin embargo, esa noche no dejaría que nadie se le acercara. No habría nada que lo hiciera cambiar de opinión. Se emborracharía y volvería a casa para terminar con el dolor que no reflejaban sus ojos azules ni sus gestos coquetos.

Nadie sospecharía que estaba cubierto de heridas que, sin necesidad de sangrar, lo estaban matando.

Al llegar a la barra pidió la primera copa. Se la llevó a los labios y, antes de que el líquido rozara su lengua, la alejó de sí. Tuvo que librarse de varias personas que se acercaron a ligar con él. Se llevó la copa a los labios por segunda vez, pero la golpeó contra la mesa. No se lo podía creer. Aun sabiendo que lo hacía para armarse de valor, era incapaz de romper la promesa.

—Joder.

Una nueva voz lo saludó. Era una voz aguda y dulce. Él se volteó con su mejor sonrisa para rechazarla y el corazón le dio un vuelco. Por un segundo creyó que ya había muerto y ante sí tenía un fantasma. Un fantasma que sentía hacia él una atracción profunda y un odio visceral.

Se trataba de una joven rubia, de ojos grandes y castaños. A cada lado de la cara se le marcaba un adorable hoyuelo. Ella le tendió la mano.

—Me llamo Ana, ¿y tú?

Devon, con la garganta seca por los nervios, se la estrechó. La mano de la chica estaba helada, temblaba.

«Vamos a matarte», la escuchó pensar a través de los poros de su piel.

Vamos a matarte. Esa sentencia reverberó en su interior. Vamos a matarte. Resonaba una y otra vez... como un canto celestial y maravilloso. Eran tres, pudo localizar a las otras dos chicas en lo que duraba el apretón de mano. Iban a matarlo.

Por fin, después de tantas desgracias, la suerte le sonreía. 

El Dragón de los SuburbiosWhere stories live. Discover now