2. Conozco a los diablos

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El sonido de la música desapareció, la discoteca se quedó vacía, ni siquiera distinguía el olor a alcohol mezclado con el de colonia y sudor. Tan solo estaba él, apoyado de espaldas en la barra, con el cabello oscuro y su larga gabardina negra.

Sentía que contemplaba la escena fuera de su propio cuerpo, incapaz de reaccionar. No pudo detener a sus hermanas. Ana se dirigió directa a él y Elena se alejó unos pasos hasta que el hombre estuviese lo bastante distraído como para poder echarle el somnífero en la bebida.

Sin importarle el maquillaje, se restregó los ojos. Tenía que centrarse y ese ademán siempre la ayudaba. ¿Merecía la pena? Lara estaba muerta, eso no cambiaría, pero la venganza podría truncar la vida de ellas tres.

Y lo peor...

Lo peor era que Ana tenía una sonrisa embelesada, las cejas curvas y la mirada brillante de ilusión. Volvió a restregarse los ojos. No, su vista no le fallaba: o su hermana era una actriz excelente o, por algún extraño motivo, se había prendado de ese hombre.

Elena entró en acción. Con una naturalidad robótica y torpe, se acercó a la pareja. Justo cuando estaba aproximando el sedante al vaso, el hombre se giró hacia ella y la pilló con las manos en la masa.

«Al carajo el plan», lamentó Ner.

Gritó con frustración para descargar la tensión, le quitó la copa de la mano a una chica que bailaba ebria a su lado y acudió a la barra. Si no intervenía, la situación podría escapar de su control y, ya que estaba allí, quería interrogar al hombre.

Exclamando unos «¡uh!,¡uh!» que siempre le habían parecido ridículos, llegó junto a Elena y apoyó la copa con fuerza sobre la mesa. Intentaba emular el estado de embriaguez de la joven de la pista.

—¡Que no pare la fiesta!

Con su aparición, Elena parecía haber visto una deidad; Ana ni se inmutó, embelesada como estaba, mientras que el asesino acompañó su jolgorio con más gritos.

—¡Eso, joder, eso!—exclamó, eufórico y con la voz pastosa—. Tú debes ser latercera hermana, ¿no? A cada cual más guapa.

La mente de Ner se quedó en blanco durante un segundo. Quería seguir manteniendo la compostura y la mente fría, pero un pensamiento la inundó por completo, unas palabras que jamás habría pronunciado en voz alta porque la moral y el amor se lo habrían impedido: «Elena, eres imbécil».

Ahora ya sabía por qué Ana parecía enamorada de verdad. Ese muchacho era guapo, mucho, a decir verdad, y lo definía como «muchacho» porque tendría unos veinte años a lo sumo. Se suponía que Lara pertenecía a la policía secreta, ¿de verdad Elena creía que ese niñato habría sido capaz de asesinarla?

—¡Ner! Él es Devon. Devon, ella es mi hermana Ner.

El chico dio un paso tambaleante hacia ella y le dio un beso en cada mejilla. Ner, a quien nunca le había gustado el contacto físico con extraños, tuvo que contenerse para no apartarlo de un empujón. Estaba segura de que él no era el asesino, aun así, tampoco la agradaba; aunque sus pasos eran inseguros, sus ojos azules permanecían estables y atentos a cuanto sucedía.

Se sintió tan incómoda que quiso marcharse. Tomó aire y aguantó la situación con estoicismo.

Elena se inclinó sobre la barra para pedir más bebidas mientras Ana le susurraba algo a él al oído, algo que le hizo sonreír con malicia. Ner pensó que habría sido mucho mejor si se hubiese quedado en mitad de la pista de baile para no fomentar esa desagradable escena.

—Ay, ay, ay... Eres una mentirosilla, Ana —le respondió Devon en voz alta—. ¿Cómo que eres una diablilla traviesa? ¡Eso no es verdad! Yo conozco a los verdaderos diablos y tú no eres uno de ellos —dijo, desconcertando a ambas—. Tú tienes más pinta de pertenecer a los ángeles...

El Dragón de los SuburbiosWhere stories live. Discover now