4. El Bardo Bello

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Ner se despertó sobresaltada. Durante los primeros segundos de consciencia, fue incapaz de recordar dónde estaba. No reconocía los ventanales sucios, el amplio televisor frente a ella ni el sillón gris en el que había dormido.

Empezó a rememorar lo sucedido la noche anterior: el estúpido plan de Elena, la discusión en el coche, el viaje en taxi rumbo a la casa de Devon...

Hasta esa madrugada, en laque se vio en mitad de la nada con un desconocido, no se había percatado de los escasos amigos con los que contaba. No se le ocurrió ni uno que pudiera socorrerla. Quizá Lidu sí la habría ayudado, pero al ser inspectora prefirió no salpicarla con ese asunto. Devon no estaba en mejor situación —Ner tampoco habría aceptado la ayuda de ningún conocido suyo, ya bastante tenía con confiar en él— y, para colmo, ni siquiera tenía teléfono móvil.

Se restregó la cara y ojeó la habitación iluminada por la luz del día ya avanzado. Se incorporó con un gemido para buscar a Devon. No había rastro del muchacho. Llegó hasta el sucio ventanal con lentitud. El silencio era absoluto a pesar de que había un parque infantil a los pies del edificio. Retrocedió y se asomó por el pasillo. Había seis puertas. La primera a su izquierda daba a la cocina y las demás estaban cerradas a excepción de la del baño, que quedaba al fondo.

Dio un paso para dirigirse hacia allí, pero se quedó paralizada. Había cometido un terrible error, no debía estar en ese lugar. Se llevó una mano al pecho y otra al vientre. Dos sensaciones conocidas volvían a apoderarse de ella. Una era la falta de aire, como si unas enredaderas le aprisionaran los pulmones, y la otra era el hambre voraz. El mismo que aparecía cuando la ansiedad la atosigaba, ese que le había hecho perder su figura atlética por unas caderas anchas y una evidente barriga, pues en los peores días le resultaba imposible saciar su apetito. Devoraba dulces, galletas y chocolatinas que después la hacían sentir más triste y culpable.

Se armó de valor y se acercó al baño; lo prefería antes que entrar en la cocina. No podría soportar la humillación si Devon la pillaba saqueando su nevera.

Cuando su pie estaba apunto de cruzar el umbral, se abrió la puerta que quedaba a su derecha y por ella apareció Devon, aún vestido con la ropa del día anterior. Los dos se sobresaltaron por la impresión. Ner volvió aposar su mano en el pecho para controlar los nervios, mientras que al chico le dio un ataque de risa. Apoyó el antebrazo en el marco de la puerta y sonrió con picardía.

—¿Me buscabas, encanto?

En cualquier otra ocasión, ella le habría respondido de forma seca y poco decorosa, pero su atención se centró en las sombras oscuras que contorneaban los ojos de Devon. Llamativas y casi violetas, se extendían por sus párpados inferiores y superiores.

—¡Oh, Dios! ¿Cuándo te golpeó Elena? ¡No me fijé! —exclamó, preocupada.

—¿Eh? —inquirió él, confundido—. ¡Ah! Hablas de esto —comprendió mientras se señalaba la cara—. No, no son puñetazos. Son ojeras, la espantosa consecuencia de sufrir insomnio crónico.

Ner se acercó para examinarlas más de cerca.

—¿Ayer las tenías?

Devon sacudió dos veces el dedo en el aire, entró en el baño y volvió a salir con un frasco en la mano. Cuando se lo tendió, Ner descubrió que era un bote de maquillaje.

—El mejor que he usado. Lo pillé en el aeropuerto de Madrid, así que imagínate lo caro queme costó. Debería comprarme otro ya...

Ella pasó la vista del frasco a Devon, perpleja.

—¿Usas maquillaje?

—¿Tú no?

Ner ladeó la cabeza ya sintió. Ahí la había pillado. Si ella se maquillaba para esconderlas pecas, no tenía por qué resultarle raro que él se molestara en disimular sus ojeras que eran mucho más evidentes.

El Dragón de los SuburbiosWhere stories live. Discover now