1. Medianoche

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«He encontrado al asesino de mi madre y pienso matarlo con o sin tu ayuda».

Las pisadas de Ner aumentaban el ritmo cada vez que el eco de esa afirmación regresaba a su memoria. El corazón le retumbaba en el pecho y la frente se le había poblado de gotas de sudor que empañaban sus gafas.

Había pasado un año, dos meses y diez días.

Desde entonces, había soñado cada noche con poder dar caza a la persona que le había arrebatado a Lara, su madre. En algunas ocasiones, fantaseaba con arrestarla y, en otras, imaginaba que le daba una paliza antes de meterla entre rejas. Sin embargo, el sueño más recurrente, aunque jamás lo confesaría en voz alta, era en el que destrozaba hasta matar con sus propias manos a quien quiera que fuese esa bestia malnacida.

Ahora, Elena lo había encontrado.

Su hermana había descubierto quién era el asesino y esa misma noche, después de haberlo ansiado durante meses, podría vengarse. Quería hacerlo, lo había deseado tanto y tanto... que no podía explicarse por qué no estaba feliz ni eufórica sino aterrada.

Detuvo en seco su avance cuando cruzaba el puente que se alzaba sobre la autopista. Se inclinó sobre sí misma con las manos en las caderas. Las náuseas eran tan agudas que, si hubiese dado un paso más, habría vomitado. Se quitó la chaqueta y buscó apoyo en la barandilla de metal, que olía a salitre y óxido.

«He encontrado al asesino de mi madre y pienso matarlo con o sin tu ayuda».

Cerró los ojos. No dejaba de escuchar una y otra vez esa frase como un bucle infinito. Inspiró varias veces hasta que su corazón se calmó y los jugos gástricos de su estómago dejaron de molestarla. Cuando consiguió relajarse, su vista se perdió en los escasos coches que circulaban a sus pies.

Habría dado cualquier cosa por intercambiarse por uno de ellos, con sus problemas banales... envidiables. Ella habría hecho lo que fuera por regresar a la época en la que pensaba que su mundo se desmoronaba porque su exnovio no le hacía suficiente caso.

No solo su existencia se había desmoronado: la habían apaleado y torturado hasta convertirla en jirones de lo que una vez fue.

Lara no era su madre biológica, pero la quería como si lo fuera. De forma fugaz, recordó el día que descubrieron su cuerpo inerte, con un agujero de bala en la nuca, el preciso instante en el que le dio la noticia a Ana y a Elena, las verdaderas hijas de Lara, y el momento en el que decidió dejar de ser inspectora. Si no había sido capaz de resolver el asesinato de alguien a quien amaba tanto, ¿qué sentido tenía continuar en la policía?

No se había atrevido a desvelárselo a sus hermanas pues temía defraudarlas. Para ellas, la inspectora Ner Duque, a la que tanto admiraban, continuaba en su año sabático que había solicitado para escapar del estrés que le causaba su trabajo tras el trauma vivido.

Agotada, reemprendió el regreso. Nunca antes había tenido que hacer acopio de valor para entrar en su propia casa. Cuando abrió la puerta, descubrió que Anaya estaba despierta, sentada en la barra americana y pálida como un espíritu.

Sin decir nada, Ner se sentó a su lado. Era la primera vez que se encontraba con su hermana en la cocina a la vuelta de su ronda de ejercicio matutino; normalmente, tras regresar y darse una ducha, despertaba a Ana para que fuera a clase, ya que ni siquiera eran las siete de la mañana y, al vivir tan cerca de la Escuela de Arte, podía permitirse apurar las horas de sueño.

No necesitaba palabras para saber cuál era el motivo de su insomnio.

La exinspectora se restregó los ojos al rememorar la conversación que las tres habían mantenido alrededor de esa mesa la noche anterior. Ella, al principio, se había negado a creer lo que Elena decía, pero terminó cediendo cuando descubrió que la información provenía de un antiguo compañero de Lara. Ambos trabajaban para la policía secreta.

El Dragón de los SuburbiosWhere stories live. Discover now