La plaza

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Una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a toda la sociedad. Montesquieu.

Había pasado una semana del asesinato del capataz Eugenio. La colonia se sentía intranquila porque aun no tenían a un culpable. Crismaylin se encontraba atrapada en aquella casa, Crescencio por su seguridad no le permitía salir alegando que hasta no encontraran el asesino no era seguro que saliera y eso incluía visitar a su primo Ruberto. Además, sus choques con Francisco la tenían al borde de un colapso.

Según Francisco la muerte sin resolver del capataz fue a manos de un taíno, alegaba que el corte irregular en la garganta de Eugenio lo confirmaba. Cris en todo momento desestimó los comentarios maliciosos de su falso cuñado. Crescencio temeroso que los rebeldes le estuvieran enviando un mensaje subliminal, colocó guaridas que mantenían la casa vigilada.

La tensión en la mesa era palpable mientras Crismaylin y su cuñado Francisco se encontraban en medio de una acalorada discusión. La animosidad entre ellos se había ido acumulando, y ese día alcanzó su punto máximo. El almuerzo había comenzado de manera agradable, pero la conversación había tomado un giro oscuro cuando el tema del asesinato del capataz surgió en la mesa.

—Crescencio, debes de enviar un aviso a los rebeldes—comentó Francisco—. Tu falta de iniciativa te hace ver débil.

—Estamos investigando—dijo Crescencio—. Pero aun no he encontrado a nadie que confiese.

—No necesitas una confesión, sino un escarmiento—replicó Francisco, molesto—. Azota a unos cuantos en la plazoleta para que les sirva de aviso.

—Francisco— dijo Crismaylin con voz firme—. No puedo creer que estés abogando por castigar a personas inocentes en la plaza. Es una crueldad, lo que está haciendo mi esposo es lo correcto.

Francisco, por otro lado, era un hombre de corazón frío y despiadado. Tenía un interés personal en la explotación de las tierras y recursos de la isla, y veía a los rebeldes taínos como un obstáculo en su camino hacia la riqueza. Sus ojos brillaban con codicia mientras respondía con desdén:

—Amelia, no entiendo tu preocupación. Son simples salvajes que deben ser controlados. La plaza es el lugar adecuado para enseñarles una lección. Además, no sé bien lo que le enseñaron en el convento, pero en una conversación entre dos hombres, la mujer se calla.

Un escalofrío estremeció a la viajera. Sintió mucho coraje y luchó contra sus ganas de clavarle un cuchillo en uno de sus ojos.

—En el convento me enseñaron muchas cosas y una de esas fue practicar la justicia—comentó Cris con la mandíbula tensa—. Además, le recuerdo que el oidor de la Real Audiencia es mi esposo y no tiene que decirle que hacer.

Crescencio la miró sorprendido. No era correcto que le hablara así a su hermano mayor, aunque en sus adentros se alegró bastante.

—Continuaré con mis investigaciones, entiendo tu preocupación hermano—respondió Crescencio.

—De seguir así harás que nos asesinen en nuestra propia cama—contradijo Francisco —. Te haces de la vista gorda ante los rumores que circulan en la casa de Ruberto, pero ah, se me olvidaba que como es primo de tu esposa puede hacer lo que quiera.

—Mi primo no hace nada malo—replicó Cris.

—Querida cuñada, no ha estado allí para corroborar eso. Además, es conocido por darle cobijo a los rebeldes o acaso no ha escuchado que uno de ellos lo han visto en las noches trepando por las ventanas, ¿quién sabe si violando o saqueando?—dijo Francisco con inquina—. Pero como lo va a saber si se la pasa de rodillas rezándole al santo.

Atrapada en el tiempo : Ecos de amor taínoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora