Enriquillo

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Fiel a su promesa, Crescencio llevó a Crismaylin a las tierras de San Juan, un hermoso valle antes llamado Maguana, que le pertenecía al antiguo cacique Caonabo. Recordó las palabras de Tania sobre él, pero con los cambios que ha tenido la historia, no sabía si él seguía vivo o muerto. Contempló el valle que se extendía como un tapiz de verde, compuesto por una cordillera majestuosa que dibujaba un perfil imponente contra el cielo, mientras colinas ondulantes se desplegaban en suaves crestas.

El sol, inclinándose hacia el horizonte, bañaba las sierras distantes en tonalidades doradas y ámbar, creando sombras alargadas que se deslizaban por las laderas. El valle de San Juan era hermoso. Crescencio, con una mirada expectante, solicitó hospedaje en la casa de Diego Velázquez.

La casa de Velásquez era, como todas las demás que había conocido, una estructura de madera, con paredes de adobe o piedra caliza, grandes ventanales con persianas de madera y las paredes decoradas con pinturas religiosas. Nada de eso le importaba a Crismaylin, solo necesitaba hablar con Enrique, quien sería conocido como Enriquillo, el rebelde que enfrentaría a las autoridades españolas en contra de la esclavitud.

Para llevar a cabo su plan, Crismaylin solicitó que fuera llevada de inmediato a la pequeña capilla donde custodiaban la imagen de San Juan Bautista. Diego Velázquez, un hombre muy fuerte y robusto, desbarató sus planes alegando que pronto iba a anochecer. En aquel momento, reunió en su interior toda la fortaleza que poseía, se sumergió por completo en el papel de esposa que le tocaba desempeñar.

Diego Velázquez, un hombre de imponente complexión robusta y cabello pelirrojo, dedicó la mayor parte de la cena a relatar con entusiasmo su viaje a Cuba el año pasado, anticipando su inminente regreso. Pertenecía a una importante familia nobiliaria, relató con jactancia sus aventuras como capitán del ejército español en Nápoles y de cómo su amistad con Bartolomé Colón le hizo llegar hasta aquí. Donde colaboró con Nicolás de Ovando en la supuesta pacificación de la isla.

Crismaylin no quería más clases de historia, tal vez, cuando era más joven se hubiera sentado a escucharlo, pero ahora el tiempo era un recurso que se le agotaba. Velásquez agradeció que Diego Colón le pusiera al frente de una expedición para conquistar y poblar Cuba el año pasado.

—Fue una suerte que me encontraran aquí—recalcó Velásquez mientras se servía un poco de vino.

—Nos sentimos muy halagados de su generosidad—dijo Crescencio con una leve sonrisa.

—Pronto volveré a la isla Juana para continuar con la labor encomendada por el obispo Juan Rodríguez de Fonseca, quien me encargó la labor de ayudarlo a cristianizar y enseñar a trabajar a esos pobres salvajes—expresó Velázquez con orgullo.

—No tenía idea de que se les llamaba así a los oriundos —comentó la viajera durante una pausa momentánea para tomar un pedazo de carne.

—¿Los oriundos? —preguntó Velásquez intrigado.

—No comprendo por qué insisten en etiquetar como salvajes a personas que, a todas luces, claramente no lo son —respondió Crismaylin con un dejo de desaprobación, antes de tomar una fruta y darle un mordisco—.

Crescencio alzó la vista hacia Crismaylin, buscando alguna señal de reacción ante su reprimenda. Sin embargo, ella simplemente ignoró su mirada y continuó con su postura desafiante.

—El corazón lleno de afecto de mi esposa la impulsa a hablar de esa manera —manifestó Crescencio.

Diego Velázquez se encogió de hombros, sus ojos destellando de recelo.

Atrapada en el tiempo : Ecos de amor taínoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora