Nilandir: el pueblo que lo vio crecer

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Las pócimas sanadoras se habían vendido fácilmente en menos de una semana, así que Kaitor y su padre regresaron de la capital antes de lo esperado. El señor Redwolf estaba convencido de que aquella era una oportunidad única para hacerse rico en muy poco tiempo. Por ese motivo, había traído consigo un documento bien redactado para que la sanadora firmara y así poder garantizar una relación comercial a largo plazo.

Kaitor observó a su padre con un sentimiento extraño entre orgullo y cariño. El hombre silbaba de forma alegre mientras caminaban junto a su carro cuyo contenido en esos momentos estaba repleto de artículos para vender en Nilandir.

Posiblemente, hace más de tres años, le hubiera molestado aquel silbido durante todo el trayecto, pero ahora se sentía feliz por él. Hacía tiempo que no lo veía tan contento.

Sin querer, acabó centrando toda su atención en el brazo amputado de su padre. Aquella herida era un recordatorio constante de lo cerca que había estado de la muerte. El hombre había perdido la mayor parte del brazo izquierdo al encontrarse con un oso mientras enseñaba a cazar a su hijo.

Su padre no dudó ni un segundo en meterse delante para protegerlo. Por aquel entonces, Kaitor no era un cazador muy eficiente, pero al ver que su padre corría peligro comenzó a disparar una flecha tras otra sobre el animal de forma desesperada. El maldito oso no parecía notar ninguno de sus ataques y continuó zarandeándole de forma violenta sobre el suelo. Aquel día, Gregory no sólo perdió un brazo, sino que también se ganó un buen puñado de cicatrices: una muy profunda en la mejilla, otra en la pierna y un terrorífico cuadro abstracto en su pecho.

Kaitor perdió la cuenta de cuántas flechas había lanzado mientras gritaba como un loco desesperado. A pesar de que dejó a la bestia llena de flechas como un alfiletero, el último golpe se lo dio su padre clavando su cuchillo en lo más hondo de uno de sus ojos. Aquel día, el señor Redwolf estuvo a punto de morir delante de su hijo, pero el niño, que en ese entonces debía de tener catorce años, se las apañó para hacerle un torniquete y buscar ayuda.

Después de eso, fueron tiempos difíciles para los dos. Kaitor había tenido que aceptar trabajos mal pagados en los que las condiciones eran realmente malas. Cuidar de su padre se convirtió en su máxima prioridad mientras él se recuperaba de sus heridas.

Al quedar lisiado, Gregory abandonó su profesión de cazador y decidió probar suerte como mercader ambulante. No había sido fácil, pero últimamente las cosas empezaban a ir bastante bien.

—¿Crees que podremos convencer a alguien de allí para que cultive más ingredientes?

—Seguro que sí —respondió el chico de forma optimista mientras intentaba desterrar viejos recuerdos que prefería olvidar.

Al cabo de un rato, el pequeño pueblo de Nilandir apareció ante ellos. A pesar de que tan sólo estaba formado por una veintena de casas, el paisaje ofrecía un aspecto bastante acogedor y pintoresco. Sus tejados naranjas contrastaban con el verde de las montañas. Los aldeanos adornaban sus ventanas con flores y parecían cuidar con esmero el lugar. Aunque las viviendas eran humildes, no llegaban a tener un aspecto pobre como en muchos otros lugares del reino. Aquel sitio parecía ser autosuficiente.

—Ah, es el mercader del otro día —murmuró un hombre sin mucho entusiasmo. La anciana que lo acompañaba entrecerró sus ojos mientras se esforzaba por reconocer a los visitantes. Luego agitó la mano alegremente y dejó entrever una sonrisa con pocos dientes.

—¡Buenos días, señora Vergel! —saludó el hombre levantando su muñón—. Le traigo sartenes y cacerolas como me pidió.

—¡Oh, estupendo! ¡Buenos días, señor Redwolf! Luego me paso a verlas —le prometió ella.

El rey de los marginadosWhere stories live. Discover now