VI: No lo valía.

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𝆺𝅥𝅮 Saint Van Dooren:

Lo último que esperaba conocer de Ethan Mc Clarence era su manera de besar.

La forma abrupta y demandante con la que poseyó mis labios me tomó desprevenido, y tampoco esperé que me sujetara de la nuca para evitar que me apartara. Me había quitado el aire solo con el primer roce, por la sorpresa y por el subidón de energía y adrenalina que me provocó.

La pura inercia y el shock principal me habían llevado a dejarme ser por él como su juguete de satisfacción personal, permitiendo que su boca reclamara algo que jamás, ni de lejos, le había ofrecido. Aunque, debía admitir, no se sentía tan mal como para odiarlo por invadir mi tan preciado espacio personal. Hasta que mi lado lógico ganó la batalla contra la sorpresa que me había dejado indefenso frente a su ataque y lo empujé con fuerza para apartarlo de mí. Y cuando la distancia fue segura, lo primero que hice fue acercarme lo suficiente como para golpearlo de lleno en el pómulo izquierdo.

Mi puño se estrelló contra su rostro tomándolo desprevenido y casi enviándolo al suelo. Ethan soltó una maldición mientras yo, completamente agitado, limpiaba de mis labios cualquier rastro que pudieran quedar de los suyos.

El odio bulló en mis venas.

—¡¿Qué mierda contigo, Mc Clarence?! —exclamé fuera de mí, observando cómo se volvía a enderezar.

Mientras lo hacía, limpió una mancha de sangre de la comisura de sus labios.

Sus ojos parecieron brillar con la luz de la calle, mostrándome de lleno una expresión casi tan sorprendida como la mía. Abrió su boca para decir algo y el movimiento me recordó de nuevo lo que había hecho. Solté una maldición dando un paso hacía atrás, mi mano derecha había comenzado a dolerme. No podía creer lo que había pasado y si esto era un maldito sueño —o pesadilla más bien—, el gas que debía de estar respirando para alucinar de aquella manera debía estar demasiado podrido.

Pero el dolor sordo en mis nudillos y la sensación cosquilleante que dejó el estirado sobre mis labios eran suficientes indicadores de que aquello era muy real. Demasiado.

Ethan, el maldito estirado de Ethan, me había besado.

Y después de admitir que me había seguido desde la maldita universidad.

—Lo... lo siento —jadeó limpiándose el hilo carmesí en su barbilla.

Una parte de mí quiso reírse, otra en realidad lo hizo.

—¿Lo sientes? —me burlé algo incrédulo, atajando una carcajada histérica en mi garganta —. Debes estar drogado, Mc Clarence. Solo eso explicaría la asquerosidad que acabas de hacer —escupí, haciendo un gesto con las manos como si apretara su cuerpo en el aire como si fuera un trozo de papel viejo.

De Perdedores y Otras CatástrofesWhere stories live. Discover now