XIV: Como pelota antiestrés.

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♦Ethan McClarence:

Saint me observaba como si, dentro de su cabeza, me estuviera asesinando a golpes.

Y decir que estaba acostumbrado a aquel tipo de mirada debía encender una alarma, pero todo lo que provocaba en mí era unas irremediables ganas de besarlo. Tal vez era el alcohol en mi sistema, o tal vez aquella noche solo lo usaría de excusa, ya que tenía esos mismos pensamientos incluso estando sobrio.

Haciendo una rápida recapitulación de cómo había ido nuestra noche, debía resumir todo en que era el perdedor más grande de toda la historia. Saint me había hecho trizas en ocho de diez juegos diferentes, viéndome beber hasta que mi equilibrio se fue a la mierda, así como también la neurona que mantenía a raya mi a veces inadecuada lengua. Y ahora, el dolor en mi rostro me recordaba las consecuencias que me traía dejar salir palabras que no debía.

—Quédate quieto —siseó el vagabundo, presionando con más fuerza una bolsa de hielo en mi pómulo izquierdo.

Me quejé ante el leve escozor provocado por el frío sobre la herida y el moretón que se formaba lentamente. La historia de cómo habíamos terminado ambos allí, en una playa casi desierta, con el vagabundo sujetando una bolsa de hielo que conseguimos en el bar mientras yo estaba apoyado contra el capó de mi auto, pasaría a la posteridad como el mejor momento de mi ingrata vida. Porque no me importaría soportar un buen puñetazo, si luego me serviría de excusa para tener a Saint cerca.

—Debiste cerrar la boca cuando te lo dije —suspiró bajando un poco la bolsa para ver como iba la hinchazón.

A decir verdad, casi ni dolía y dudaba que la marca durara más de dos semanas, pero no planeaba perderme la oportunidad que se me presentaba. Hice una mueca cuando volvió a presionar.

—No hubiera servido de nada, ellos buscaban una pelea —me defendí pobremente.

Sus ojos relampagueaban sobre los míos.

—Y que servicial de tu parte dárselas —ironizó.

Apreté mis labios en una sonrisa y tuve que desviar la mirada hacía un lado para evitar que notara el disfrute en mis ojos. La noche se extendía por todo el horizonte, con un manto de estrellas pintando su abismo oscuro. La luna era apenas una delgada línea que se reflejaba sobre el mar y el viento que provenía de él me provocaba cierto escalofrío. Me removí incómodo por ello mientras hacía una mueca que mi inexperto doctor no pasó desapercibido.

Lo miré confundido cuando se apartó, empujando la bolsa de hielo en mis manos, y se quitaba la chaqueta que llevaba puesta y prácticamente me la lanzaba a la cara. Bajo ella, la camiseta gris que había notado antes tomaba el protagonismo.

—No...

—Lo ultimo que necesito es que mueras de hipotermia y me acusen a mí de asesinato —me interrumpió volviendo a tomar la bolsa de mis manos. El roce frío de su piel contra la mía provocó otra especie de estremecimiento —. No te atrevas a llevarme la contraria, estirado. No me va a importar pintarte de morado la otra mejilla.

Tuve ganas de sonreír como un idiota. Pese a su violencia, la preocupación que expresaba bajo ella hacía delirar mi ser entero. Porque eso significaba que le importaba lo suficiente como para no dejar que me muriera de frío.

—¿Y qué hay de ti? —pregunté mientras me despegaba del auto para ponerme la prenda.

Por su manía de usar ropa tres tallas más grandes que él, no me quedó tan ajustada como creí. Y, por todo ser universal que estuviera de mi lado en aquel momento, olía a él. La calidez y la presencia de su cuerpo seguía impresa sobre la tela, eliminando de raíz toda brisa helada que se hubiera pegado a mí.

De Perdedores y Otras CatástrofesWhere stories live. Discover now