XXII: Aguas Profundas.

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♦Ethan Mc Clarence:

Frederick Moore era la persona que arruinó mi vida hace nueve años.

Y, aún así, se encontraba sentado frente a mí comiendo y riendo como si no tuviera crímenes sin pagar sobre sus hombros. Se lo veía demasiado relajado, a sabiendas de que era intocable por muchos. Por mí. Yo aún no lograba entender cómo existían personas en el mundo, capaces de ignorar pecados como los suyos. Porque para nadie era un secreto sus extravagantes gustos, de los cuales apenas se mantenía impune gracias al poder de muchos.

Gracias al poder de mi familia.

Ese verano, luego de que se lo dijera a mis padres, mi madre me miró a los ojos mientras mi padre hacía un par de llamadas que no pude escuchar. Me había sujetado del rostro, su mirada fría como la de alguien sin alma y sin corazón.

—El mundo es un lugar cruel y horrible, Ethan —había dicho en un pequeño susurro. La oscuridad en la oficina hacía más poderosos mis miedos —. Y no va a cambiar solo porque no puedas afrontarlo, así que debes armarte para sobrevivir. Para colocarte en la cima de su cadena alimenticia.

>>De otra manera, solo va a consumirte. Y no vamos a permitir eso.

En ese momento, creí que se refería a que no permitiría que el que me hizo daño vagara por ahí libremente. Pero nueve años después, Frederick continuaba comiendo en nuestra mesa. Impoluto y tan aterrador como me había parecido aquella noche. Tan indestructible como solo el peor de mis demonios podía ser.

Y yo aún no tenía el poder para derribarlo.

—Tal vez deberías entrar al negocio del rally, William. Dar a conocer a Mc Clarence Industries en el mundo de los verdaderos grandes —mencionó uno de los socios comerciales de mi padre, a punto de beber su tercera copa de vino patagónico.

No lo juzgaba, yo iba por el cuarto. Y antes de bajar del avión me había vaciado las mini botellas de brandy que encontré a mi disposición durante el vuelo. Para ese entonces, la incomodidad en mi alma era lo único que evitaba que vomitara sobre la mesa de mariscos y rompiera una botella en la cabeza de mi progenitor por ponerme en aquella situación.

En total, éramos siete hombres. Yo era el único menor de treinta años y con más ganas de enterrarse a sí mismo en una tumba de escorpiones, que a estar rodeado de tantos desalmados imbéciles. Para colmo, mi teléfono seguía muerto en mi bolsillo, así que no tenía más opción que ser testigo de todo lo que salía de sus bocas. A veces me preguntaba cómo mentes tan idiotas dominaban tantos aspectos del mercado, pero luego recordaba que esa propia idiotez era solo otra máscara que utilizaban para conseguir lo que querían. En este caso, todos y cada uno de ellos saboreaban con desesperación la oportunidad de llevarse el mejor trozo de pastel que servía mi familia.

Viéndolo así, entendía por qué mis padres estaban ansiosos por convertirme en un blanco indestructible. En hacer que tomara mi legítimo lugar como maestro de ceremonias dentro de aquel circo, para mantener a hienas como estas con sus garras lejos del gran premio. Yo mismo sabía que sería un desperdicio en sus putrefactas manos, y tampoco ansiaba la destrucción de todo lo que mi familia había construido.

Por eso seguía allí.

Por eso aún no me había lanzado frente al primer auto en medio de una autopista en hora pico.

—O tal vez la fórmula uno suene mejor para ustedes. Un ambiente más exclusivo y competitivo —añadió Frederick.

Lo observé de reojo. La edad no le había dado una cálida bienvenida, la superficie de su cabeza brillaba por la falta de cabello y el bótox que había utilizado para intentar arreglar sus facciones caídas solo empeoraba todo en su rostro. Una parte de mí se sintió agradecido por su mala fortuna, que su rostro expresara la putrefacción de su alma significaba un poco de justicia divina. Aunque no fuese la que él merecía.

De Perdedores y Otras CatástrofesWhere stories live. Discover now