3. La amante del rey.

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20 de enero de 1520

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20 de enero de 1520. Ribera del río Támesis en las afueras de Londres. Palacio de Greenwich.

«Hoy se cumple un mes desde que malogré mi vida por una ridícula decisión», reflexionó Sophie con ganas de llorar a los gritos. «Ni siquiera tengo una mísera visión desde la última reunión ejecutiva. ¡Mi poder se esfumó a causa de tanta desdicha!»

     Mientras el resto de los asistentes al banquete se reían a carcajadas de algún chiste insustancial —achispados por las bebidas alcohólicas—, ella anhelaba haberle hecho caso a su prima y encontrarse en España, en Francia o en el Nuevo Mundo. Los Sandy, los Howard, los Compton, los Bryan, los Brandon, los Grey, los Carew, los Bolena y los Guilford mezclaban sus siluetas poderosas y emperifolladas en la sala con una actitud tan sublime e inasible que se asemejaban a la espuma que coronaba las crestas de las olas.

     Había abrigado la esperanza de infundirle al soberano el mismo rechazo que las espinas de un cardo, debido a que era el polo opuesto al modelo imperante. Este establecía que la mujer debía ser rubia, de ojos celestes y con una amplia frente despejada. En definitiva, una muñequita que se desmayaba al ver un ratón. Y que solo servía para adornar el hogar e intercambiar el sitio con el jarrón que contenía las rosas de color blanco.

     A Sophie, en cambio, la abundante cabellera le caía sobre el rostro —encima, negra como las alas de un cuervo— y el cuerpo era musculoso gracias al ejercicio habitual, en lugar de blando y femenino. Y los ojos le resplandecían en una decena de matices indefinidos, pues constituían una amalgama de azul, de gris y de miel. Pero, por desgracia, su inusual atractivo había conquistado al rey Tudor enseguida y le concedía el honor de sentarse al lado de él en la gran sala de Placentia. Un suplicio que se repetía noche tras noche...

     Pese a que el nombre del palacio aludía a los placeres, ninguno le reportaba a la joven la estancia ahí. Porque poco después de arribar había perdido la virginidad mientras elaboraba un listado mental de las pociones mágicas que entre los ingredientes llevaban menta salvaje —fresca y perfumada—, raíz de ricino —olía a papel húmedo— y hojas de ruda. Y de los gatos que había adoptado desde que era pequeña. Había rememorado, incluso, las características físicas y de comportamiento que hacían inolvidable a cada uno. Por fortuna, se había evaporado el dolor desgarrador que había sentido cuando Enrique había buscado el éxtasis en acompañada soledad, ya que los recuerdos habían silenciado el asco que le inspiraba su personalidad. Y la repugnancia que le producían las llagas supurantes que le brotaban en las piernas, que según contaban lo «decoraban» desde que había contraído un antiguo brote de viruela durante uno de sus juegos de guerra en el continente.

     De improviso, el duque de Suffolk efectuó un brindis fuera de lugar:

—¡Levantemos las copas por la espada de San Jorge! —Y luego continuó con una perorata que nadie le entendía porque la lengua le realizaba movimientos descoordinados.

LA ESPÍA DEL REY. Amor y traición.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora