La tercera esposa: un parto de fatales consecuencias.

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La mañana del día 19 de mayo de 1536 Londres se encontraba en tensión

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La mañana del día 19 de mayo de 1536 Londres se encontraba en tensión. A las 9:00 horas un cañonazo retumbó y disparó las emociones. Porque todos sabían lo que significaba la señal: que Ana Bolena había sido ejecutada.

     El rey no había dejado nada al azar. Había escrito de su puño y letra las instrucciones para la ejecución por decapitación de su segunda esposa sin demostrar pena alguna. Pero los acontecimientos no se desarrollaban como él esperaba. Si bien las primeras noticias de cómo había caído en desgracia provocaron cierto goce en el pueblo, cuando vieron que el monarca navegaba en su barca por el Támesis o que visitaba a su nueva amante como si nada pasara la gente comenzó a murmurar acerca de su inconstancia y de su mal proceder.

     Las mujeres eran las que más lo sentían. Porque compadecían a la madre que iba a morir y que dejaba huérfana de cariño a una hija de tres años. Pese a que nunca habían querido a Ana Bolena, la indiferencia de Enrique le trajo la antipatía de la capital y veían con esperanza a Mary, la descendiente de «la verdadera reina».

     El embajador de Carlos —Chapuys—, quien seis meses antes había anticipado la caída de Ana, le escribió al emperador:

«Yo utilicé diversos medios para provocar el asunto, tanto con Cromwell como con otros».

     Y a Enrique el diplomático le mandó otra que decía:

     «Muchos grandes hombres, emperadores y hasta reyes, han sufrido a causa de las artes de mujeres malvadas».

     Se desprendía de la misiva que la consigna era dar gracias a Dios por haberse librado de las garras de una mujer perversa. Pero el soberano estaba demasiado ocupado recibiendo las cartas de las viudas de Norris y de Brereton, de los obispos —querían saber cuáles eran sus intenciones respecto al Purgatorio y qué lugar ocuparía este en los diez artículos que el rey preparaba—, de los encargados de elegir a los representantes del Parlamento, de los franceses —deseaban contraer una alianza y le buscaban una esposa de esta nacionalidad—, del emperador Carlos, de los irlandeses y de los escoceses, de los enfermos del «mal del rey» —escrófula— que le rogaban que los curase. Y Enrique se encargaba de estas obligaciones como si fuese un día normal.

     Antes de morir Ana, Enrique les dijo a todos que estaba convencido de que más de cien hombres «habían tenido que ver con ella», lo que hizo que el embajador Chapuys le escribiese con ironía al emperador:

     «No visteis jamás príncipe ni hombre alguno más deseoso de lucir los cuernos ni de llevar esos con más gusto».

     Muchos sospechaban que la nueva prometida del rey estaba embarazada y que de ahí provenía el apuro por desembarazarse de la mujer anterior. Hacía cuatro meses que Enrique había dicho que era víctima involuntaria de un hechizo de Ana Bolena y que creía estar en el derecho de elegir una nueva esposa. Esta declaración la había vertido justo después de que la reina perdiera a su último bebé.

LA ESPÍA DEL REY. Amor y traición.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora