La primera esposa: la mujer de su hermano mayor.

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En el verano de 1501 la infanta Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos, se embarcó en La Coruña con destino a Inglaterra para no volver jamás

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En el verano de 1501 la infanta Catalina de Aragón, hija menor de los Reyes Católicos, se embarcó en La Coruña con destino a Inglaterra para no volver jamás. Atrás dejaba la infancia y su querida Granada, en la que se había instalado cuando la ciudad había sido apenas conquistada. Sus padres habían decidido que era la persona justa para tejer una alianza matrimonial con la recién fundada dinastía Tudor y hacer frente común contra Francia, gran rival de ambos reinos.

     Se casó con Arturo, el primogénito del rey inglés Enrique VII y por lo tanto heredero al trono. Catalina descendía por línea materna de la antigua casa real inglesa de los Lancaster y aportaba una mayor legitimidad al joven reinado de los Tudor.

     Según varios nobles las primeras palabras de Arturo al otro día de la boda fueron:

«Señores, el casarse es un pasatiempo que produce mucha sed».

     Y cuando le entregaron por detrás de la cortina del lecho una copa de oro, sonrió y le dijo a quien se la dio:

«Anoche estuve en España».

     Pero no había pasado ni un año desde la llegada de Catalina cuando el marido sucumbió a una misteriosa enfermedad que en su época se llamó sudor inglés, por la intensa sudoración que provocaba. Otros historiadores opinan que el deceso se debió a la tuberculosis.

     Los primeros años de la muchacha en Inglaterra no fueron felices. Viuda tras apenas cinco meses de matrimonio y luego prometida a su cuñado Enrique —el nuevo príncipe de Gales— para que Inglaterra no tuviese que devolver la enorme dote que había aportado. Para complicarle más la vida, después de fallecer su esposa —Elizabeth de York— Enrique VII consideró la posibilidad de casarse con ella en lugar de su heredero, pero Isabel la Católica vetó la propuesta. La reina española pretendía que su hija tuviera influencia diplomática y política sobre el marido, algo que resultaba imposible en un monarca experimentado. Además, casarla con un hombre que le doblaba la edad la hubiera condenado a pasar la mitad de la existencia como reina madre, un puesto siempre ingrato.

     El monarca no insistió, pero tampoco hizo el menor esfuerzo para que su hijo Enrique la desposase. Hubo todo tipo de problemas. El derecho canónico, al unirse a Arturo en matrimonio, la había colocado como pariente de primer grado del pretendido nuevo marido y por eso se precisaba una dispensa papal. Además, Enrique VII insistía en que solo había recibido la mitad de la dote, lo que era mentira. Y habían acordado que el matrimonio no tendría lugar antes de que el joven novio cumpliese los quince años —sería en junio de 1506—, siempre que antes hubieran pagado la segunda parte de lo adeudado. Era una excusa para sacar más dinero. El rey, detestado por su avaricia, se había apropiado de la carísima vajilla de oro que traía la chica desde España y no reconocía que fuese parte del pago porque antes la había usado una vez.

     Mientras, Catalina se alojó en el desierto palacio de los obispos de Durham, en el Strand de Londres. Si leíste mi novela La dama de hielo y el pirata apasionado  ya sabes que en la época isabelina era la casa de sir Walter Raleigh. Allí se instaló rodeada de asistentes en su mayoría españoles.

LA ESPÍA DEL REY. Amor y traición.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora