Capitulo Ocho

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Una semana más tarde, Harry se encontraba en Kent, en concreto en el conjunto de habitaciones que ocupaba su despacho privado, esperando el comienzo de la fiesta campestre organizada por madre.

Había visto la lista de invitados. No cabía duda de que su madre había decidido organizar esta fiesta con un único motivo: casarlo.

Aubrey Hall, la residencia ancestral de los Styles, se llenaría hasta los topes de jóvenes candidatas y candidatos, cada cual más encantadoras y más cabezas huecas que el otro.

Para mantener las cosas compensadas, lady Styles había tenido q invitar también a una buena cantidad de caballeros, cierto, pero ninguno era tan rico o tan influyente como su propio hijo, a excepción de unos pocos que ya estaban casados.

Su madre, pensó Harry atribulado, no era famosa por su sutileza. Al menos no en lo referente al bienestar (su definición de bienestar, por supuesto) de su hijo.

No le había sorprendido ver que también se había cursado invitación a los Jovenes Tomlinson. Su madre había mencionado —varias veces — lo bien que le caía la señora Tomlinson. Y se había visto obligado a escuchar demasiadas veces la teoría de que «los buenos padres dan buenos hijos» como para no saber qué quería decir con eso.

De hecho sintió una especie de satisfacción resignada al ver el nombre de Zayn en la lista. Estaba ansioso por proponerle matrimonio y acabar con todo aquello. Sentía cierta inquietud por lo que había sucedido con Louis, pero daba la impresión de que ahora poco podía hacer a menos que quisiera pasar por las molestias de encontrar otra posible pareja

Algo que no deseaba. Una vez que había tomado una decisión —en este caso casarse por fin— no veía motivo en demorarse con noviazgos y devaneos. La falta de decisión era para quienes tenían más tiempo para vivir la vida. Era cierto que Harry había evitado la trampa del párroco durante casi una década, pero ahora, habiendo decidido que ya era hora de buscarse un omega, parecía tener poco sentido entretenerse.

Casarse, procrear y morir. Ésa era la vida del noble inglés, inclu­so para quienes no tenían un padre y un tío que habían caído muer­tos de manera inesperada a la edad de treinta y ocho y treinta y cua­tro años, respectivamente.

Estaba claro que lo único que él podía hacer a estas alturas era evi­tar a Louis Tomlinson.

Probablemente también fuera apropiada alguna disculpa.

No sería fácil, ya que lo último que quería era humillarse ante aquel omega, pero los susurros de su conciencia se habían trans­formado en un estruendo amortiguado.

Sabía que Louis merecía oír las palabras, «lo siento».

De buen seguro se merecía algo más, pero Harry no tenía deseos de considerar el qué.

Por no mencionar que, a menos que fuese a hablar con Louis, lo más probable era que bloqueara una unión entre él y Zayn con todo su empeño.

Estaba claro que había llegado el momento de pasar a la acción. Si existía un sitio romántico para una petición de mano, ése era Aubrey Hall. Construido a principios del siglo XVIII con una cálida piedra amarillenta, estaba cómodamente ubicado sobre un gran pasto verde, rodeado de sesenta acres de parque, de los cuales diez eran jardines floridos. A lo largo del verano, el jardín se llenaría de rosas, pero ahora los terrenos estaban alfombrados de jacintos y brillantes tuli­panes que su madre había mandado importar de Holanda.

Harry miró por la ventana desde el otro lado de la habitación. Los viejos olmos se alzaban majestuosos en torno a la casa y daban sombra a la calzada. Y le gustaba pensar que con ellos la casa solarie­ga parecía integrarse en la naturaleza, en vez de asemejarse a las típi­cas residencias campestres de la aristocracia: monumentos artificiales a la riqueza, la posición y el poder. Había varios estanques, un arro­yo e incontables colinas y depresiones, cada una de ellas con sus recuerdos especiales de la infancia.

El alfa que me amo (Larry)Where stories live. Discover now