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Bea no me dice una palabra mientras nos dirigimos a la casa de sus papás. Toda la semana, he hecho todo lo que he podido para verla, y toda la semana, ella ha hecho todo lo que ha podido para evitarme. Me duele saber que la única persona que siempre estuvo feliz de verme ahora no puede soportar tenerme cerca, y solo yo tengo la culpa por eso.

―¿Verdad o reto? ―murmuro, perdido.

Se pone tensa y mira por la ventana, sin duda contemplando si complacerme o no.

―Reto.

Me muerdo el labio inferior entre los dientes, sin saber qué pedir. No quiero obligarla a hacer cosas que no quiere, pero estoy desesperado por tomar su mano como solía hacerlo. No me di cuenta de lo mucho que lo daba por sentado. Siempre lo sentí tan simple, tener sus dedos entre los míos, la suavidad de su piel contra mis manos más ásperas.

―Ayúdame a estacionar el auto ―le digo finalmente, la casa de sus papás está justo enfrente de nosotros. Ella suspira y busca su cinturón de seguridad, pero niego con la cabeza.
—Sin moverte de tu asiento.

Ella me ve y, mierda, creo que puede que sea la primera vez que me ve a los ojos en toda la semana. Olvidé lo encantadores que son esos hermosos ojos marrones, lo difícil que es apartar la mirada cuando ella me presta su atención.
Bea coloca su mano sobre la mía mientras mueve el embrague y yo inhalo temblorosamente, saboreando la sensación de sus suaves dedos sobre los míos.

Sigo sus instrucciones mientras ella me dirige desde su asiento, ayudándome a estacionar el auto. Apenas puedo concentrarme en nada
más que en su toque, y en el momento en que retira su mano, una sensación de pérdida me invade.

Suspiro mientras me inclino y le desabrocho el cinturón de seguridad, acercando nuestros cuerpos más de lo que ella me ha dejado en mucho tiempo. Su mirada se posa en la mía y sé que recuerda las innumerables veces que he hecho precisamente esto, solo para agarrar su rostro y besarla, perdiéndome en su aroma, su sabor a miel.

Sus ojos recorren mi rostro y se posan en mi boca, algo parecido al anhelo pasa por sus ojos antes de darse la vuelta y abrir la puerta del
auto, privándome del honor de ayudarla.

―Espera ―le digo.
—Permíteme por favor.

Salgo corriendo del auto y lo rodeo, pero ella me ignora y sale momentos antes de que la alcance. La puerta del copiloto se cierra y me acerco a ella. Bea da un paso atrás, la mirada en sus ojos cambia y ese mismo anhelo resurge. Le sonrío mientras su espalda golpea el auto y me inclino, enjaulándola con mi cuerpo.

―Verdad ―le digo. Ella no preguntó, pero no estoy dispuesto a renunciar a nuestro juego.
Es lo que empezó todo y, a lo largo de nuestra
relación, es lo que hicimos por defecto cuando comunicarnos era difícil.

LA PROMETIDA SECRETADonde viven las historias. Descúbrelo ahora