Epílogo

419 52 35
                                    

Cuando Gerard se fue, recuerdo haber quedado en shock. Hasta donde mi memoria llega, no lloré más que un par de lágrimas, en el momento en que cruzó la puerta. Pero luego sentí que el llanto era muy poca cosa para expresar lo que estaba sintiendo en ese instante. Fue la última vez que lloré por ello.

Mi abuela solía reírse de nuestra manera de ser polos opuestos. Él era un chico regordete, alto, de sonrisas tan recurrentes como sus llantos, muy sensible y un tanto afeminado. Pero tenía un corazón enorme y se notaba a millas de distancia, desde sus dibujos a lo que demostraba con sólo abrir sus labios y cantar. En cambio, yo era flacucho, bajo, de gafas, callado e inexpresivo. Era bastante material de burla, que nadie me hubiese oído reír o al menos haberme visto sonreír. Sí, a decir verdad era como un zombie de piernas largas y chuecas. Gee tenía esos increíbles ojos verdes, los míos eran sólo castaños. A él le sobraban talentos, yo sólo podía intentar llamar la atención fingiendo que tocaba el bajo cuando en realidad aprendía a un ritmo de tortuga.

Hasta tenía una reputación. Ambos tuvimos una infancia difícil, por no hablar de la adolescencia, pero en cuanto ocurrió el pequeño escándalo de la fiesta de graduación, todo el mundo conocía a Gerard. Había besado a Bert McCracken, el problemático con fama de tipo duro y rudo que vendía bolsitas de marihuana en los recesos. Siempre entendí que tuvo los mismos problemas de acoso que yo, incluso peores, pero había una diferencia que me hacía sentir realmente mal. Y es que es horrible que lo pensara, pero lo hacía.

Incluso cuando lo golpeaban y humillaban, todos sabían quién era Gerard Way. Todo el mundo lo conocía, para bien o para mal. Sabían cuáles eran sus defectos, los que le restregaban, y cuáles eran sus fortalezas, las que tenían que hacer desaparecer. Pero a mí... nunca supieron quién era. Ni mi nombre, ni lo que era, ni nada. Un par de veces se acercó alguien a preguntarme si el chico obeso que siempre está en la sala de artes era mi hermano.

Y lo odiaba. Lo odiaba con todo mi ser. Odiaba que la gente cuchicheara a sus espaldas, odiaba que yo pudiera pasar al lado de quien fuera sin que nadie se percatara de mi presencia. Odiaba sentirme transparente, sentirme irreal. Como si hubiese sido sacada de una dimensión desconocida y me hubieran puesto en otro lugar lejano a mi realidad. Pasé toda mi infancia y adolescencia encerrado tras muros que ni siquiera yo mismo había construido: siempre habían estado allí. Me debatía a mi mismo, y me odiaba, porque no podía aclarar lo que pasaba con mi relación de hermanos. Una parte de mí lo consideraba un héroe y mi modelo a seguir, pero la otra sólo quería que desapareciera. Es curioso, que la segunda finalmente ganara.

Mi hermano también hubiese tenido motivos para odiarme. Por algún motivo, mi padre nunca lo reconoció como su hijo, adjudicándoselo al presunta amante de Donna, nuestra madre, que de todos modos nunca existió. En cambio, quiso entrar en plan "buen padre" cuando yo vine al mundo. No es que le haya durado demasiado tiempo, pero fue mucho más de lo que jamás le dio a Gerard. Mi madre tampoco se quedó atrás: odiaba tener a un hijo homosexual, pese a que mi hermano jamás se declaró como uno. No lo decía, pero se notaba cada vez que lo miraba a los ojos, casi con miedo. Es verdad, que ella pasó toda la vida teniendo miedo, un miedo paralizante que jamás llegaré a entender. Pero tenerle miedo a alguien que pasó nueve meses dentro de tu vientre, y que jamás hizo nada malo, es un paso adelante.

Gerard llevó una vida demasiado difícil, y también me odiaba por no ser lo que él fue para mi. Era indispensable, era mi apoyo, mi mejor amigo. Era todo lo que podría haber pedido, sin embargo, para él yo era una carga. Lo peor es que no lo expresaba jamás, si no que demostraba su cariño incondicional, con ese corazón tan grande y tan capaz de amar. Me destrozaba verlo, sufría porque amaba demasiado. A mamá, a nuestra abuela, a mi. Y sufría por nuestros problemas, se sentía culpable e impotente. Siempre protegiéndome, porque no podía hacerlo con sus otros seres queridos. Defendiéndome de mis demonios tanto internos como externos, sonriendo y jurándome que nadie me haría daño.

una sola exhalación ; ғrerαrdWhere stories live. Discover now