11. DE PISCINAS Y MALAS DECISIONES

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La nieve, que caía copiosa, tapaba los caminos de Luna. La naturaleza seguía su curso y prueba de ello era que las ramas desnudas de los árboles se helaban a causa de las bajas temperaturas. Afuera, en las calles, los pocos transeúntes que se atrevían a salir de sus casas, protegidas por fuertes fuegos de leña, se encontraban envueltos por capas y capas de ropa de invierno: gruesos abrigos, gorros de lana, largas bufandas y guantes. Todo el mundo parecía llevar guantes.

Las luces festivas que adornaban los faroles se encontraban aún apagadas y la luz del ocaso se filtraba a través de las montañas que rodeaban la aldea, otorgando al cielo ese tono anaranjado que a Xavier siempre le había gustado. Cuando el viento arremetió de nuevo de forma contundente, se cerró completamente su abrigo y apretó el paso, apresurado. Aquel día las calles vacías eran aliciente suficiente como para querer caminar, recreándose en aquel inusual silencio que calmaba sus destemplados nervios. Allí afuera, lejos de miradas acusadoras o de susurros malintencionados, Xavier podía relajarse de nuevo. Y quizás por eso mismo es que bajó la guardia.

El ataque vino desde la derecha, contundente y rápido. Xavier sintió como algo le atrapaba los pies, algo que había salido del suelo y escalaba de forma rápida por sus pantorrillas, clavándole a la nieve. Antes de localizar a su adversario, aquellas ataduras tomaron consistencia y, de la nada, gruesas y brillantes cadenas contuvieron sus pies. Con un gruñido de dolor, estuvo a punto de caer al suelo cuando su carne se rasgó. Atrás se escuchó una risa. Una malsonante y estridente. Y Xavier, de nuevo, perdió el control. Sus ojos parpadearon y al abrirse brillaban casi dorados, con odio. No fue difícil deshacerse de sus ataduras, ni encontrar a los dos sujetos que se escondían detrás de un grupo de gruesos árboles a unos veinte metros de él.

Con una desagradable mueca estuvo junto a ellos en menos de un parpadeo. Sus rostros sonrojados por el frío palidecieron ante el semblante de Xavier y su cruel sonrisa solo creció.

—Sí –masculló mientras se acercaba lentamente—, hacéis bien en temer.



—Alexis... ¡Alexis!

—¿Qué demonios quieres ahora, Itzal? ¿No ves que estoy ocupado?

El moreno miró fijamente a Chloe, que se columpiaba entre los brazos de su padre en un intento inútil de escapar. Los ojos brillantes a causa de las lágrimas y el sonrojo furioso de su rostro decían suficiente, pero no había tiempo para eso.

—Tienes que venir. Se ha armado un alboroto enorme por culpa de ese estúpido Lobos.

Alexis dejó a Chloe en el parque infantil, junto a Gael y aquel estúpido peluche por el que ambos niños habían peleado, y encaró a su antiguo compañero.

—¿Qué ha sucedido?

—Una pelea... —exclamó, para luego rectificar—. El idiota se ha metido de nuevo en una pelea.

Y Alexis solo bufó, molesto. Aquello iba a suponer otra discusión con Elena.

—¿Dónde esta vez?

—Cerca del puente viejo. Ve, yo me quedaré con ellos.

Alexis asintió, agradeciendo mudamente el gesto de Itzal, y desapareció. Casi literalmente. El suelo resbaloso le llevó directamente al meollo de la cuestión y frente él se alzó un conglomerado de personas que gritaba e injuriaba de un lado para otro. Alcanzó a ver a Sergio, que discutía a viva voz con un hombre rubicundo de largos cabellos castaños y mirada furiosa. Se encontraba tan colorado que Alexis temió que se desmayara allí mismo. El pelo claro de Ainhoa también brillaba de su forma tan característica en el centro de la refriega.

Hermosos imprevistosWhere stories live. Discover now