13. ENAMORARSE DE ÉL

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Tener una conversación que entrañase más de tres monosílabos con Xavier era, por regla general, algo complicado. Y aún más cuando este se empeñaba en rehuirle. Si Alexis entraba en una habitación donde sabía que estaba el otro, este desaparecía como por arte de magia. Era exasperante y Alexis nunca se había caracterizado por tener paciencia. El único momento en el que podía acercarse a él sin recibir algún extraño y rápido desplante era cuando este estaba con sus hijos. Xavier, bendito fuese, había cogido la manía de pasar los desayunos con ellos y Alexis había encontrado en ello una buena excusa para sentarse a su lado y mirar, no sin cierto grado de embobamiento, los fugaces gestos de cariño que el moreno camuflaba con actitud medio desdeñosa. ¡Ah, qué estúpido podía llegar a ser!

Desde sus cortas vacaciones en las aguas termales, los días habían pasado en un parpadeo, convirtiéndose rápidamente en semanas; enero se dejó notar con un descenso temporal de las nieves. Las calles, ahora mucho más transitables, dejaron de lado las luces navideñas y el aire se llenó de voces de niños que disfrutaban del clemente clima invernal. El barrio Lobos se había convertido, inesperadamente, en un barrizal con un numeroso grupo de críos gritando de aquí para allá todo el día. Con el nuevo orfanato abierto, las labores de selección de personal habían quedado a cargo de Alicia. Noah, por su parte, había aportado dos conocidos suyos como maestros de escuela y Xavier, supuestamente bajo el desconocimiento de Alexis, se encargaba de pagar el salario de ambos.

El catorce de enero Alexis se levantó inusitadamente pronto. Por regla general, cada vez que bajaba a desayunar Xavier ya se encontraba allí, con su propia taza de té sobre la mesa y regalando pequeños sorbos mientras repasaba algunos papeles de vete tú a saber qué importantísima misión. Aquel día, sin embargo, todo estaba vacío. Faltaban escasos quince minutos para que el Lobos se despertara y aquello le daba tiempo suficiente para preparar su desayuno: un vaso de zumo de naranja considerablemente grande, cereales bañados en azúcar y, por obligación de aquel idiota, una manzana. También pudo preparar el de Xavier, que, convenientemente, siempre quería lo mismo: un té de esos que él mismo mezclaba en bolsas, cuatro de esas galletas redondas que tanto parecían gustarle y dos trozos de fruta. Aquellas sí que variaban, por lo que Alexis se inclinó por dos mandarinas.

Le escuchó llegar perfectamente, con aquel andar engañosamente arrastrado que solo tenía tras salir de la cama. Xavier dejó sus zapatillas al lado de la silla y se dejó caer en ella, sin percatarse, aparentemente, de la presencia de Alexis. Este tuvo que carraspear para que el otro levantase la vista de los dichosos papeles.

—¿Qué es esto? –preguntó Xavier, sus ojos clavados en los platos frente a él.

—Un desayuno.

La forma en la que miró su taza, como si sospechara de algún tipo de artimaña, hizo bufar de forma poco elegante a Alexis.

—Puedes beber tranquilo, Xavier. Lo creas o no, no le he echado ningún tipo de droga afrodisiaca para después violarte salvajemente sobre la mesa.

Al menos frunció el ceño, pero, después de un cansado suspiro, cogió una de las galletas, la partió y metió una de las mitades en la taza, mojándola como hacen los niños pequeños. Aquello, de no ser ya un hábito, habría sido divertido.

—¿Tienes trabajo hoy?

—Solo tengo que entregar algunos informes.

—¿Entonces vas a estar en casa?

Aquello llamó lo suficiente su atención como para que dejase las galletas y le mirase.

—No lo sé, ¿por qué?

—Podíamos ir al orfanato.

La rápida negativa que esperaba nunca llegó. Los ojos de Xavier se habían desviado hacia algún punto indeterminado de la pared.

Hermosos imprevistosWhere stories live. Discover now