18. REN

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En las altas y soleadas cumbres al sur de Luna, Alexis, a dos días del cumpleaños de sus hijos, maldijo sin ningún pudor a Elena. Vestido solo con unos pantalones cortos que se adherían a su piel debido al sudor, elevó de nuevo el pico para dejarlo caer contra la deteriorada madera.

—Me la pagarás, vieja. ¡Ya lo verás!

Zas, zas, zas. Y volver a empezar de nuevo. Tras él se amontonaban seis troncos más de gruesa madera, todos ellos en el mismo estado de aquel sobre el cual descargaba su furia en aquel momento. El maldito puente que cruzaba las desiertas cordilleras, uno que, por otra parte, nadie usaba ya, se había convertido con el paso de los años en un montón de madera podrida que solo servía para atraer a insectos indeseados. Elena, temiendo que infectasen los árboles de la zona, o eso había dicho como estúpida excusa, había mandado a Alexis para que desmontase él solo el maldito puente a base de trabajo manual.

Sospechaba que la vieja taimada solo quería cobrarse algunas deudas pendientes con él, pero tampoco tenía autoridad alguna como para negarse a cumplir con su trabajo. ¿Quién le habría mandado robar aquellas botellas de vino en su última borrachera junto al estúpido de Sergio? ¿Quién iba a pensar, de todos modos, que su dueña no fuese otra que la propia Matriarca? Aquello era tan ridículo que se negaba a creer que todo aquel embrollo fuera causa de un malentendido insustancial.

Media hora después, sin saber muy bien qué hacer con los troncos tirados en el suelo, decidió dejarlos allí y que Elena mandase a alguien para deshacerse de ellos. Más cansado de lo que estaba dispuesto a admitir, se dirigió entonces hacia el fondo del pequeño valle que el río debía haber cruzado. En el fondo, entre frondosos árboles de hoja perenne, el río del cual Luna se suministraba se convertía en un pequeño lago al cual Alexis había ido a nadar algunas veces en los últimos años. Seguía igual que siempre, con sus aguas mansas y los grandes peces que, de vez en cuando, dejaban vislumbrar sus lomos relucientes y brillantes con los rayos del sol que se colaban en el claro. El agua, afortunadamente, se mantenía en verano con una temperatura cálida, más que apta para darse un bien merecido chapuzón después de las horas y horas que se había tirado allí con pico en mano. Y así, dejando caer toda su ropa en la orilla, terminó cruzando el lago a grandes y gráciles brazadas que le hicieron sonreír mientras elevaba su rostro para dejarse bañar por el calor del sol del mediodía. Tenía que traer a sus hijos. Ellos disfrutarían del agua y del aire limpio. Del silencio, roto esporádicamente por los pequeños chapuceos de los peces o el trinar de los pájaros.

Fue cuando se decidió por salir del agua, satisfecho y de nuevo con una enorme sonrisa en el rostro, cuando lo vio. No había notado su energía, cosa que, por otra parte, no le sorprendía. Tenía días de haberlo visto, con su pelo negro más largo de lo usual y algo despeinado. Y luego estaban aquellos rasgos que, besados por el sol veraniego, cogían un ligero bronceado que doraba apenas su piel.

—¿Qué haces aquí? –preguntó sorprendido. Xavier, de pie en la orilla y con los brazos cruzados, le miró fijamente con el ceño fruncido.

—Elena me mandó para ver por qué tardabas tanto. Debí suponer que te habrías entretenido con cualquier tontería.

Alexis, demasiado feliz como para enfadarse, se encogió de hombros. Y de pronto su sonrisa se amplió.

—¿Es eso que veo sudor, Xavier? No puede ser, ¿no?

—Imbécil. Hace un calor del demonio y he tenido que venir hasta aquí simplemente para ver cómo te bañabas.

—¡Ah, pero qué buena está el agua! Deberías probarla.

—No, gracias.

—Estirado.

Ante la falta de respuesta, Alexis suspiró, sin perder aún la sonrisa.

Hermosos imprevistosWhere stories live. Discover now