Trece árboles

222 22 9
                                    

Encontré la carta en una caja de zapatos, una caja semioculta en la oscuridad de un viejo armario, en aquél cuarto que utilizaba en mis tiempos de estudiante. El papel estaba arrugado y amarillento, las pequeñas letras ocupaban casi toda la hoja, y de vez en cuando la lectura se interrumpía con algún manchón de tinta, producto de deslizar la mano sobre el texto.

Una vez empecé a leer, mi mente se llenó de recuerdos atrapados en una época feliz y desenvuelta, momentos de mi vida que acariciaban mi corazón como una madre lo haría con su niño, y que, al igual que el escritor, estaban muy lejos de mí, en otro tiempo y en otro lugar.

¿En qué momento mi compañero de clase dejó esa carta ahí? Posiblemente días antes de que cayese enfermo. Antes de su muerte.

Su nombre era Maximiliano. Tenía la piel morena, el cabello negro y los ojos grandes. Era un buen muchacho, un buen estudiante; muy alegre, conversador y divertido. Lo conocía desde la primaria y nunca había causado mal a nadie. Junto con otros compañeros pasábamos las tardes vagando por nuestra ciudad abrasada por el sol, platicando sobre estupideces, peleando de a mentis y jugando al fútbol o al Uno.

Fue durante el primer semestre de preparatoria que vimos por primera vez los doce árboles al fondo de la escuela. Era un sitio al que se llegaba pasando la cancha de fútbol, internándose entre la maleza y cruzando un riachuelo. Ahí, los doce árboles se alineaban junto al muro que delimitaba el terreno, y algunos chicos acudían para fajar, fumar o espantarse. Se contaban las típicas historias de terror de colgados, chicas fantasmas y asesinatos, y pese a que muchos no creíamos ya en esas historias, bastaban un par de visitas para que uno se cansara de ir; el ambiente era muy pesado y a veces hasta te mareabas o te costaba respirar.

Los profesores odiaban que fuésemos, pero no hacían un esfuerzo extra para impedirlo.

—Parece un poco extraño —murmuró Max esa primera vez, mientras observaba al más grande e imponente de los árboles.

—Cómo que da mala vibra ¿no? —le dije riendo, aunque lo secundaba.

Cuando decidimos marcharnos Max dijo que nos alcanzaría después.

Lo dejamos solo.

Pasaron las semanas y a mi amigo lo envolvió una suave melancolía. Su modo de actuar me hizo creer que estaba enamorado, porque preguntaba cosas cómo '' ¿qué tanto puedes sacrificar por quién amas?'', '' ¿vale la pena luchar por amor?'' y los demás nos burlábamos porque aquello parecía demasiado cursi, pero Max estaba tan ensimismado que no contestaba de forma mordaz o divertida como lo habría hecho antes. Aquello me preocupó, y pese a que traté de averiguar que pasaba, ni Max ni nadie eran capaces de dar con la respuesta.

Los adultos también se involucraron cuando su comportamiento empeoró, volviéndose cada vez más nervioso e irritable. Le costaba mucho prestar atención, sus piernas se movían ansiosas y se la pasaba mirando por la ventana como buscando los doce árboles. Pronto dejó de pasar tiempo con sus amigos por acudir a ese lugar, y la cosa escaló hasta que casi dejó de asistir a las clases, metiéndose en un problemón con sus padres y los maestros.

Los rumores sobre que Max era drogadicto se regaron como lluvia, pero yo sabía que él estaba limpio. Sus padres revisaron hasta el último rincón de su cuarto sin encontrar la más mínima sustancia tóxica.

Un día, las preocupaciones y nerviosismo de Max desaparecieron, y se transformaron en una paz extraña, tétrica, que lo hacía lucir más muerto que vivo. A nadie le gustó ese cambio, pero tratamos de ignorarlo porque ya queríamos pasar página, y era mejor esa tranquilidad que su anterior estado ¿no?

Entonces apareció la enfermedad. Lo atacaron mareos, fiebres, y pronto fue incapaz de levantarse de la cama. Yo pasaba a verlo cuando podía, pero en mis visitas sólo hablaba de los árboles al fondo de la escuela, y seguía con el tema hasta que me hartaba y salía del cuarto.

Luego llegó el viernes, el dichoso viernes. El viernes en que murió para todos, y el viernes en que lo vi en el patio trasero de la escuela.

No recuerdo porqué fui. Por más que me han preguntado a lo largo de los años nunca he conseguido recordar porqué fui. Sin embargo, sé que cuando vi a Max sólo quedaba un ente blancuzco y flaco de lo que fue, con el estómago descubierto lleno de venas enormes y palpitantes. Me miró con sus ojos grandes y felices, y pronunció sus últimas palabras sin que yo fuese capaz de comprenderlas.

De pronto, mil raíces salieron de su vientre enterrándose en el suelo, su cuerpo se transformó y yo salí corriendo a voz de grito.

Atravesé el campo de fútbol hasta chocar con mis amigos, que llegaron a preguntarme qué pasaba mientras yo escupía balbuceos sin sentido, con el corazón golpeando mi pecho a punto de explotar. "Vámonos de aquí, vámonos de aquí" fueron las súplicas que lograron entender, y como si me hubiese quedado sin fuerzas, me dejé guiar por ellos hasta el salón.

Le explicaron, al mismo tiempo y medio mal, lo sucedido a la profesora, y luego alguien tomó mi celular para llamar a mis padres, porque a mí me fallaba todo.

Horas después me informaron que Max había fallecido.


Nunca nadie ha creído mi historia, ni seguramente creerán lo escrito en esa carta arrugada y amarillenta, la carta de Maximiliano, la que por alguna razón y de alguna forma dejó para mí. Si alguien más vio lo sucedido ese día, se habrá callado.

Sin embargo, siempre encontraré consuelo en lo que averigüé pasados unos días del incidente; que ahora hay trece árboles al fondo de la escuela, en lugar de doce. 

Palabras siniestrasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora