Dos niños

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Esta pequeña historia comenzó una noche de luna llena, con un auto aparcado en la carretera y un niño esposado al vehículo, sentado en el asiento del copiloto y con las mejillas empapadas por las lágrimas. Delante del transporte se encontraba otro chiquillo de pelo más oscuro y gafas, con una mochila para acampar en la espalda.

El primer niño le susurraba auxilio al otro, procurando que su captor no los escuchase en la lejanía. El segundo niño hacía muecas, movía el pie derecho con rapidez y volteaba a todos lados.

—Ay, no sé. Mira, no quiero tener problemas.

—¿Tú, tener problemas? ¡Yo estoy esposado a un auto! —se tragó lo que estuvo a punto de decir, bajó la vista—. Por favor, te pagaré lo que quieras cuando salgamos de aquí, pero ahora debes ayudarme.

El niño de la mochila chasqueó la lengua apartando la vista. Él sólo quería salir de campamento para escapar de los gritos de su madre, no rescatar a un chamaco tarado.

Tal vez habría considerado llevárselo de tener hambre, pero ni siquiera le resultaba apetitoso.

—Lo siento —dijo antes de continuar su camino.

—¿Qué? ¡Oye, oye, por favor regresa! ¡Oyeee!

El niño de las esposas continuó moderando su voz aún después de que Gafas se perdió en la oscuridad.

Susurró una maldición dándole un golpe al asiento, luego trató de liberarse una vez más sin tener mejor suerte. No pasó mucho antes de que se abrazara a sí mismo y volviera a llorar.

Sintió un vuelco en el estómago cuando la puerta se abrió, y en menos de un segundo pasó del terror absoluto al más maravilloso alivio.

El niño campista había vuelto.

—Puta madre —musitó Gafas mirando detrás de él y quitándose la mochila. Sacó un llavero lleno de herramientas raras a lo navaja suiza, y con manos temblorosas comenzó a manipular las esposas del capturado. Le frustraba pensar que ya había hecho eso varias veces y aun así continuaba poniéndose nervioso. Si su madre estuviera ahí le gritaría por no hacerlo en menos de veinte segundos igual que ella.

Una vez el chico se vio libre salieron del vehículo, pero al instante de hacerlo escucharon el reclamo de un hombre. Se trataba del dueño del auto.

—¡Chamacos hijos de su puta madre! ¿¡a dónde creen que van!?

El vello se les erizó y salieron corriendo con el tipo detrás de ellos, dejando la mochila al lado del auto, pero conservando el llavero-navaja-suiza.

El chiquillo de las esposas trató de seguirle el paso a su compañero, mientras pensaba en las probabilidades de sobrevivir. Sin embargo, estando a kilómetros del pueblo más cercano el panorama no era favorable.

—Por aquí —le indicó Gafas tomándolo del brazo, internándose en la vegetación.

Escapando en medio de la oscuridad, de los árboles y de los obstáculos del camino (como raíces y piedras), el niño de las esposas pensó que no lo conseguirían. Recuperó la confianza cuando lograron avanzar hasta un túnel sin un rasguño, mientras que su perseguidor había tropezado varios metros atrás.

Delante de la entrada Gafas lo empujó ordenándole que corriera hasta llegar a las luces. Él le hizo caso sin pensar que se había quedado solo otra vez.

Continuó derecho atrapado en la fría negrura sin saber cuándo terminaría. El espacio sin tiempo le dio ganas de vomitar ¿a qué se refería con las luces? ¿dónde estaba el final del camino?

Sintió que la cabeza le iba a estallar hasta que las vio.

Se detuvo, dándose cuenta de que eran veladoras que iluminaban un cuadro colgado de la Virgen María. Debajo de la pintura también había cruces con nombres escritos en ellas. Estaba en un sitio en el que habían muerto personas.

Palabras siniestrasWhere stories live. Discover now