Capítulo 11: El ogro de Córcega

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Al contemplar aquel rostro tan alterado, el rey Luis XVIII rechazó violentamente la mesa a que estaba sentado.

- ¿Qué tenéis, señor barón? -exclamó-. ¡Estáis turbado y vacilante! ¿Tiene alguna relación eso con lo que decía el conde de Blacas, y lo que acaba de confirmarme el señor de Villefort?

Por su parte el conde de Blacas se acercó también al barón; pero el miedo del cortesano impedía el triunfo del orgullo del hombre. En efecto, en aquella sazón era más ventajoso para él verse humillado por el ministro de policía, que humillarle en cosa de tanto interés.

-Señor... -balbució el barón.

-Acabad -dijo Luis XVIII.

Cediendo entonces el ministro de policía a un impulso de desesperación, corrió a postrarse a los pies del rey, que dio un paso hacia atrás frunciendo las cejas.

-¿No hablaréis? -dijo.

-¡Oh, señor! ¡Qué espantosa desgracia! ¿No soy digno de lástima? Jamás me consolaré.

-Caballero -dijo Luis XVIII-, os mando que habléis.

-Pues bien, señor, el usurpador ha salido de la isla de Elba el 26 de febrero, y ha desembarcado el 1 de marzo.

-¿Dónde? -preguntó el rey vivamente.

-En Francia, señor, en un puertecillo cercano a Antibes, en el golfo Juan.

-¡Cómo! El usurpador ha desembarcado en Francia, cerca de Antibes, en el golfo Juan, a doscientas cincuenta leguas de París el día 1 de marzo, y hasta hoy, 3, no sabéis esta noticia... ¡Eso es imposible, caballero! Os han informado mal o estáis loco.

-¡Ay, señor! Ojalá fuera como decís.

Hizo Luis XVIII un inexplicable gesto de cólera y de espanto, levantándose de repente como si este golpe imprevisto le hiriese a la par en el corazón y en el rostro.

-¡En Francia! -exclamó-. ¡El usurpador en Francia!, pero ¿no se vigilaba a ese hombre? ¿Quién sabe si estarían de acuerdo con él?

-¡Oh, señor! -exclamó el conde de Blacas-, a una persona como el barón de Dandré no se le puede acusar de traición. Todos estábamos ciegos, alcanzando también nuestra ceguera al ministro de policía. Este es todo su crimen.

-Pero... -dijo Villefort, y repuso al momento reportándose-. Perdón, señor, perdón, mi celo me hace audaz. Dígnese Vuestra Majestad excusarme.

-Hablad, caballero, hablad libremente -contestó el rey Luis XVIII-. Ya que nos habéis prevenido del mal, ayudadnos a buscarle el remedio.

-Todo el mundo, señor, aborrece a Bonaparte en el Mediodía; paréceme que si osa penetrar en su territorio, fácilmente se logrará que la Provenza y el Languedoc se subleven contra él.

-Sin duda -dijo el ministro-; pero viene por Gap y Sisteron.

-¡Viene! -exclamó Luis XVIII-. ¿Viene a París? El silencio del ministro equivalía a una confesión.

-¿Y creéis, caballero, que podamos sublevar el Delfinado como la Provenza? -preguntó el rey a Villefort.

-Lamento infinito, señor, decir a Vuestra Majestad una verdad cruel; pero las opiniones del Delfinado son muy diferentes de las de la Provenza y el Languedoc. Los montañeses, señor, son bonapartistas.

-Vamos -murmuró Luis XVIII-, bien sabe lo que se hace. ¿Y cuántos hombres tiene?

-Señor, me es imposible decirlo a Vuestra Majestad porque lo ignoro-dijo el ministro de policía.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Where stories live. Discover now