Capítulo 8: Italia. Simbad el marino

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A comienzos del año 1838 hallábanse en Florencia dos jóvenes de la más alta sociedad de París; el vizconde Alberto de Morcef era el uno, y el barón Franz d'Epinay el otro.

Ambos habían convenido que irían a pasar aquel año el carnaval en Roma, donde Franz, que hacía cuatro años que vivía en Italia, serviría a Alberto de cicerone. Pero como no es tan fácil pasar el carnaval en Roma, sobre todo para el que no quería vivir en la Plaza del Popolo o en el Campo Vaccino, escribieron a maese Pastrini, dueño del Hotel de Londres, en la Plaza de España, que les guardase para entonces una habitación confortable. Maese Pastrini les respondió que no tenía disponibles más que dos salas y un gabinete del secondo piano, que les ofrecía por el módico precio de un luis diario. Los jóvenes aceptaron y queriendo Alberto aprovechar el tiempo que le quedaba, partió para Nápoles, y Franz quedóse en Florencia. Cuando hubo gozado largo tiempo de la vida que se hace en la corte de los Médicis, luego que se paseó a su sabor por ese edén que se llama los Casinos; cuando, finalmente, gozó de las magníficas tertulias de Florencia, diole el capricho de ir a ver la isla de Elba, ese gran puerto de amparo de Napoleón, puesto que ya había visto Córcega, cuna de Bonaparte.

Una tarde, pues, mandó desatar una barchetta de la argolla que la detenía en el puerto de Liorna, y acostándose en el fondo, embozado en su capa, dijo sencillamente a los marineros: -¡A la isla de Elba!

La barca salió del puerto como abandonan su nido las aves marinas, y a la mañana siguiente desembarcaba Franz en Porto-Ferrajo. Atravesó la isla imperial, después de haber seguido todas las huellas que allí dejó el Gigante, y fue a embarcarse en la Marciana. Dos horas más tarde desembarcó en la Pianosa, donde le aseguraban que podría divertirse matando perdices coloradas, que abundan mucho.

La caza fue mala. Con mucho trabajo mató algunas perdices muy flacas y, como todo cazador que se ha fatigado en balde, tornó a su barca muy malhumorado.

-¡Ah!, si vuestra excelencia quisiera, ¡qué gran cacería podría hacer! -le dijo el patrón.

-¿Dónde?

-¿Ve esa isla? -dijo el patrón, señalando con el dedo al mediodía, en cuya dirección se distinguía en medio del mar una masa cónica de hermoso color añil.

-¿Y qué isla es ésa? -preguntó Franz.

-La isla de Montecristo -respondió el liornés.

-Pero no tengo permiso para cazar en ella.

-Vuestra excelencia no lo necesita. La isla está desierta.

-¡Diantre! -exclamó el joven-. ¡Qué cosa tan curiosa es una isla desierta en medio del Mediterráneo!

-Y cosa natural, excelencia. Esa isla es una masa de peñascos. Tal vez en toda ella no hay una fanega de tierra cultivable.

-Y ¿a qué país pertenece esa isla?

-A Toscana.

-Y ¿qué podré cazar?

-Millares de cabras salvajes

-¿Se alimentan de lamer las piedras? -dijo Franz con sonrisa de incredulidad.

-No, sino paciendo musgo, y despuntando mirtos y lentiscos, que crecen en las hendiduras.

-Pero ¿dónde paso la noche? -En las grutas de la isla, o a bordo, envuelto en vuestra capa. Además, si quiere vuestra excelencia, podremos volvernos así que termine la cacería, pues muy bien sabe que navegamos tan bien de noche como de día, y que a falta de velas tenemos remos.

Como todavía le quedaba a Franz tiempo suficiente para juntarse con su compañero, y no tenía que ocuparse en buscar vivienda en Roma, aceptó la proposición, que iba a desquitarle de su primera cacería.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Where stories live. Discover now