Capítulo 3: El señor Bertuccio

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Entretanto, el conde había llegado a su casa. Seis minutos había tardado en ello, suficientes para que fuese visto de más de veinte jóvenes que, conociendo el precio del tiro de caballos que ellos no habían podido comprar, habían puesto sus cabalgaduras al galope para poder ver al opulento señor que usaba caballos de diez mil francos cada uno.

La casa elegida por Alí, y que debía servir de residencia a MonteCristo, estaba situada a la derecha subiendo por los Campos Elíseos, colocada entre un patio y jardín; una plazoleta de árboles muy espesos que se elevaban en medio del patio, cubrían una parte de la fachada, alrededor de esta plazoleta se extendían como dos brazos, dos alamedas que conducían desde la reja a los carruajes a una doble escalera, sosteniendo en cada escalón un jarrón de porcelana lleno de flores.

Esta casa aislada en mitad de un ancho espacio tenía además de la entrada principal otra entrada que caía a las calles de Pont-Ruén.

Antes de que el cochero hubiese llamado al portero, la reja maciza giró sobre sus goznes. Habían visto venir al conde, y en París como en Roma, como en todas partes, se le servía con la rapidez del relámpago. El cochero entró, pues, describió el semicírculo, y la reja estaba ya cerrada cuando las ruedas rechinaban aún sobre la arena de la calle de árboles.

El carruaje se paró a la izquierda de la escalera. Dos hombres se presentaron en la portezuela, uno era Alí, que se sonrió con alegría al ver a su señor, y que fue pagado con una agradecida mirada de Montecristo. El otro saludó humildemente y presentó su brazo al conde para ayudarle a bajar del carruaje.

—Gracias, señor Bertuccio —dijo el conde saltando ágilmente del carruaje—. ¿Y el notario?

—Está en el saloncito, excelencia —respondió Bertuccio.

—¿Y las tarjetas que os he mandado grabar en cuanto supieseis el número de la casa?

—Ya está hecho, señor conde; he estado en casa del mejor grabador del Palacio Real, que grabó la plancha delante de mí. La primera que tiraron fue llevada en seguida a casa del señor barón Danglars, diputado, calle de la Chaussée-d'Antin, número 7; las otras están sobre la chimenea de la alcoba de su excelencia.

—Bien, ¿qué hora es?

—Las cuatro.

Montecristo entregó sus guantes, su sombrero y su bastón al mismo lacayo francés que se había lanzado fuera de la antesala del conde de Morcef para llamar al carruaje. Luego pasó al saloncito conducido por Bertuccio, que le mostró el camino.

—Vaya una pobreza de mármoles en esta antesala; espero que los cambien inmediatamente.

Bertuccio se inclinó. El notario esperaba en el salón, tal como había dicho el mayordomo. Era un hombre de fisonomía honrada y pacífica.

—¿Sois el notario encargado de vender la casa de campo que yo quiero comprar? —preguntó Montecristo.

—Sí, señor conde —respondió el notario.

—¿Está preparada el acta de venta?

—Sí, señor conde.

—¿La habéis traído?

—Aquí la tenéis.

—Muy bien. ¿Dónde está la casa que compro? —dijo el conde dirigiéndose a Bertuccio y al notario.

El mayordomo hizo un gesto que significaba: No sé. El notario miró a Montecristo sorprendido.

—¡Cómo! —dijo—. ¿No sabe el señor conde dónde está la casa que compra?

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Where stories live. Discover now