Capítulo 17: Los invitados

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En la casa de la calle de Helder, donde Alberto de Morcef había citado en Roma al conde de Montecristo, todo se preparaba para hacer honor a la palabra del joven.

Alberto de Morcef ocupaba un pabellón situado en el ángulo de un gran patio y frente a otro edificio, dos ventanas daban a la calle, las otras tres al patio y otras dos al jardín. Entre el patio y el jardín se elevaba, construida con el mal gusto de la arquitectura imperial, la habitación vasta y cómoda del conde y la condesa de Morcef. Toda la propiedad estaba rodeada por una gran pared con pilastras, y en ellas jarrones de flores, interrumpida en su centro por una gran reja dorada que servía para las entradas que requerían aparato; una puerta pequeña, casi pegada al cuarto del portero, daba paso a los que entraban y salían a pie.

En esta elección del pabellón destinado a la habitación de Alberto adivinábase la delicada prevención de una madre que, sin querer separarse de su hijo, había comprendido al mismo tiempo que un joven de la edad del vizconde necesitaba de toda su libertad.

Conocíase también por otro lado, preciso es decirlo, el inteligente egoísmo del joven, amante de la vida libre y ociosa, de los hijos de familia. Por las ventanas que daban a la calle podía hacer sus reconocimientos.

Las vistas al exterior son tan necesarias a los jóvenes, que quieren siempre ver al mundo atravesar por su horizonte, aunque este horizonte no sea más que la calle.

Hecho un reconocimiento, si merecía examen más profundo para entregarse a sus pesquisas, podía salir por una puertecita situada frente a la que hemos mencionado, junto al cuarto del portero, y que merece una descripción particular. Era una puertecita, al parecer olvidada de todo el mundo desde que se hizo la casa y que cualquiera supondría condenada para siempre, ¡tan sucia y cubierta de polvo estaba!, pero cuya cerradura y goznes, cuidadosamente untados en aceite, anunciaban una práctica misteriosa y continua. Esta puertecita, como hemos dicho, hacía juego con otras dos y se burlaba del portero, abriéndose como la famosa puerta de la caverna de las Mil y una noches, como el Sésamo encantado de Alí-Babá, por medio de algunas palabras cabalísticas o de algunos golpecitos convenidos, pronunciadas por una dulce voz o dados por los dedos más lindos del mundo. Al extremo de un corredor largo y pacífico, con el cual comunicaba esta puerta, y que hacía las veces de antesala, estaban a la derecha el comedor, que daba al patio, y a la izquierda el saloncito que daba al jardín. Plantas de enredaderas que crecían delante de la ventana, ocultaban al patio y al jardín el interior de estas dos piezas, únicas en el piso bajo donde pudiesen penetrar las miradas indiscretas.

En el principal, en vez de dos, las piezas eran tres: un salón, una alcoba y un gabinete. El gabinete del principal estaba al lado de la alcoba, y por una puerta invisible comunicaba con la escalera. Como vemos, estaban bien tomadas todas las medidas de precaución. Encima de este piso principal había un vasto taller que ampliaron echando abajo los tabiques, pandemonio en que el artista disputaba al dandy. Allí se refugiaban y confundían todos los caprichos sucesivos de Alberto; los cuernos de caza, las flautas, los violines, una orquesta completa, pues Alberto había tenido por un instante, no la afición, sino el capricho de la música; los caballetes, los pasteles, ya que al capricho de la música había seguido el de la pintura; en fin, los floretes, los guantes del pugilato, las espadas y los bastones de todas clases, porque siguiendo las tradiciones de los jóvenes a la moda de la época a que hemos llegado, Alberto de Morcef cultivaba con una perseverancia infinitamente superior a la que había tenido con la pintura y la música, las tres artes que completan la educación leonina: la esgrima, el pugilato y el palo, y recibía sucesivamente en esta pieza destinada a todos los ejercicios corporales, a Grisier, Coolas y Carlos Lecour. Los otros muebles de esta pieza privilegiada eran antiguos cofres y mesas del tiempo de Francisco I, chineros llenos de porcelana, de vasos del Japón, jarrones de Lucca de la Robbia y platos de Bernard y de Palissy, antiguos sillones donde quizá se habrían sentado Enrique IV, Luis XIII o Richelieu, porque dos de ellos con un escudo esculpido, donde brillaban sobre el azul las tres flores de lis de Francia, encima de las cuales había una corona real, forzosamente habían salido de los guardamuebles del Louvre, o de algún palacio real. Sobre estos sillones, de fondos sombríos y severos, estaban esparcidas en profusión ricas telas de vivos colores, teñidas al sol de Persia, o hechas por las mujeres de Calcuta y de Chandernagor. Se ignora lo que hacían allí estas telas; esperaban sin duda, recreando la vista, un destino desconocido a su propietario, y mientras la estancia con sus sedosos y dorados reflejos. En lugar preferente se elevaba un piano, construido por Roller y Blanchet, de madera de rosa, que contenía una orquesta en su estrecha y sonora cavidad, y que gemía bajo las obras de Beethoven, de Weber, de Mozart, Haydn, Gretry y Porpora.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Where stories live. Discover now