Capítulo 16: Un sabio italiano

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Dantés recibió en sus brazos a aquel nuevo amigo, por tanto tiempo esperado, y lo llevó junto a su ventana para que le alumbrase por entero la tenue luz del calabozo.

Era un hombre pequeño de estatura, encanecido más por las penas que por los años, ojos de mirada penetrante ocultos por espesas cejas, también unas tantas canas, y de larguísima barba que todavía se conservaba negra. Lo demacrado de su rostro, que surcaban arrugas profundísimas, la línea atrevida de sus facciones, todo en él, en fin, revelaba al hombre más acostumbrado a ejercer las facultades del alma que las del cuerpo. La frente del recién llegado estaba bañada en sudor y en cuanto al traje, era imposible distinguir la forma primitiva, porque se le caía a pedazos. Lo menos representaba sesenta y cinco años, aunque cierto vigor en las acciones demostraba que tal vez tenía menos edad que la que le hacía representar su prolongado encierro.

Acogió el recién llegado las entusiastas protestas del joven con una especie de agrado, y parecía como si su alma helada reviviese por un instante para confundirse con aquella alma ardiente. Agradecióle, pues, efusivamente su cordialidad, aunque le había causado una impresión muy terrible hallar un segundo calabozo donde creyó encontrar la libertad.

-Veamos primeramente -le dijo- si hay medio de que los carceleros no den con el quid de nuestras entrevistas. Nuestra tranquilidad futura consiste en que ellos ignoren lo que ha pasado.

Y, al decir esto, se inclinó hacia la excavación, y alzando la piedra en vilo, aunque era grande su peso, la volvió a colocar en su sitio.

-Esta piedra ha sido arrancada con poca precaución -dijo al inclinarse-. ¿Tenéis herramientas?

-¿Y vos -le respondió Dantés admirado-, las tenéis acaso?

-He construido algunas. A excepción de lima, tengo todas las que necesito: escoplo, tenazas y palanca.

-¡Oh! Cuánta curiosidad tengo de ver esos productos de vuestra paciencia y de vuestra industria -dijo Dantés.

-Mirad, aquí traigo el escoplo. Y diciendo esto, le enseñó una hoja de hierro fuerte y aguda: el mango era de madera.

-¿Cómo habéis hecho esto? -le dijo Dantés.

-Con uno de los goznes de mi cama. Con esta herramienta he abierto todo el camino que me condujo aquí: cerca de cincuenta pies.

-¡Cincuenta pies! -exclamó el preso con una especie de terror.

-Hablad más quedo, joven, hablad más quedo. Muchas veces hay detrás de las puertas quien escucha a los presos.

-Saben que estoy solo.

-No importa.

-¿Y decís que habéis cavado cincuenta pies para llegar hasta aquí?

-Tal es, poco más o menos, la distancia que separa mi calabozo del vuestro. Empero, como me faltaban instrumentos de geometría para tirar la escala de proporción, he trazado mal una curva, de modo que en vez de cuarenta pies de elipse he hallado cincuenta. Mi intención, como ya os dije, era salir a la muralla exterior, horadarla también y arrojarme al mar. En vez de pasar por debajo de vuestro calabozo, he costeado el corredor a que sale, lo que hace que todo mi trabajo sea inútil, pues el corredor cae a un patio lleno de centinelas.

-Es verdad -dijo Dantés-, pero ese corredor sólo pertenece a una de las paredes de este calabozo, y éste, como veis, tiene cuatro.

-Desde luego; pero esta pared primera está edificada en la piedra viva: necesitarían para horadarla diez mineros con buenas herramientas diez años: esta otra debe empalmar con los cimientos de las habitaciones del gobernador; saldríamos a las cuevas, que están cerradas con llave: allí nos atraparían. La pared cae..., esperad, esperad..., ¿adónde cae la otra pared?

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Where stories live. Discover now