Capítulo 9: El padre y la hija

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Ya vimos en capítulos anteriores que la señora de Danglars fue a anunciar oficialmente a la de Villefort el próximo enlace matrimonial de Eugenia con Cavalcanti.

Este anuncio, que indicaba o parecía indicar que se trataba de una decisión tomada por todos los interesados, había sido precedido de una escena de la que vamos a dar cuenta a nuestros lectores.

Y retrocediendo un poco, volvamos a la mañana misma de aquel día de grandes desastres, al hermoso salón dorado que ya conocemos y que era el orgullo de su propietario, el barón Danglars.

En aquel salón, hacia las diez de la mañana, se paseaba el banquero, pensativo y visiblemente inquieto, mirando a todas las puertas y deteniéndose al menor ruido; apurada ya la paciencia, llamó a un criado.

—Esteban —le dijo—, ved por qué la señorita Eugenia me ha rogado la espere en el salón y cuál es la causa de su tardanza.

Con esto se mitigó un poco su malhumor y recobró en parte su tranquilidad.

Al despertarse, la señorita Danglars había hecho pedir a su padre una entrevista, para lo cual había señalado el salón dorado. La singularidad de aquel paso y su carácter oficial sobre todo habían sorprendido al banquero, que desde luego accedió a los deseos de su hija, y llegó el primero al salón.

Esteban volvió de cumplir su encargo.

—La doncella de la señorita —dijo— me ha encargado diga al señor que la señorita está en el tocador y no tardará en venir.

Danglars hizo una señal con la cabeza, que indicaba que estaba satisfecho.

Para con el mundo y aun con sus criados, Danglars afectaba ser el buen hombre y el padre débil; era un papel que representaba en la comedia de su popularidad, una fisonomía que había adoptado por conveniencia. Preciso es decir que en la intimidad de la familia, el hombre débil desaparecía, para dar lugar al marido brutal y al padre absoluto.

—¿Por qué diantre esa loca que quiere hablarme, según dice —murmuraba Danglars—, no viene a mi despacho, y sobre todo, por qué quiere hablarme?

Por la vigésima vez se presentaba a su imaginación aquella idea, cuando se abrió la puerta y apareció Eugenia, con un traje de raso negro, sin adornos en la cabeza y con los guantes puestos, como si se tratase de ir a sentarse en una butaca del teatro Italiano.

—Y bien, Eugenia, ¿qué hay? —dijo el padre—, ¿y por qué esta entrevista en el salón cuando podríamos hablar en mi despacho?

—Tenéis razón, señor —respondió Eugenia haciendo señal a su padre de que podía sentarse—, y acabáis de hacerme dos preguntas, que resumen toda la conversación que vamos a tener; voy a contestar a las dos, y contra la costumbre, antes a la segunda como a la menos compleja. He elegido este salón a fin de evitar las impresiones desagradables y las influencias del despacho de un banquero: aquellos libros de caja, por dorados que sean; aquellos cajones cerrados, como puertas de fortalezas; aquellos billetes de banco que vienen, ignoro de dónde, la multitud de cartas de Inglaterra, Holanda, España, las Indias, la China y el Perú, ejercen un extraordinario influjo en el ánimo de un padre y le hacen olvidar que hay en el mundo un interés mayor y más sagrado que la posición social y la opinión de sus comitentes; he elegido este salón que veis tan alegre, con sus magníficos cuadros, vuestro retrato, el mío, el de mi madre y toda clase de paisajes. Tengo mucha confianza en el poder de las impresiones externas; tal vez me equivoque con respecto a vos, pero ¿qué queréis?, no sería artista si no tuviese ilusiones.

—Muy bien —respondió Danglars, que había escuchado aquella relación con una imperturbable sangre fría, pero sin comprender una palabra, absorto en sí mismo, como todo hombre lleno de pensamientos serios, y buscando el hilo de su propia idea en la de su interlocutor.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Where stories live. Discover now