Capítulo 13: La mazzolata

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-Señores -dijo al entrar el conde de Montecristo-, recibid mis excusas por haber dado lugar a que os adelantaseis, pero al presentarme antes en vuestro gabinete hubiera temido ser indiscreto. Por otra parte, me habéis dicho que vendríais y os he estado esperando.

-Venimos a daros un millón de gracias, Franz y yo, señor conde -dijo Alberto-, puesto que verdaderamente nos sacáis de un gran apuro, tanto, que ya estábamos a punto de inventar la estratagema más fantástica en el momento en que nos participaron vuestra atenta invitación.

-¡Eh! ¡Dios mío!, señores -dijo el conde haciendo seña a los jóvenes de que se comodasen en un diván-. Ese imbécil de Pastrini tiene la culpa de que os haya dejado tanto tiempo en esa angustia. No me había dicho una palabra de vuestro apuro, a mí que, solo y aislado como estoy aquí, no buscaba más que una ocasión de conocer a mis vecinos. Así, pues, desde el momento en que supe que podía seros útil en algo, ya habéis visto con qué prisa he aprovechado la ocasión de ofreceros mis servicios. Pero tomad asiento, señores, perdonad mi distracción.

Y el conde señaló a los dos jóvenes un precioso confidente que había junto a ellos. Ambos amigos se inclinaron.

Franz no había encontrado una sola palabra que decir, aún no había tomado ninguna resolución, y como nada indicaba en el conde su voluntad de reconocerle o su deseo de ser conocido por él, no sabía si hacer, por una palabra cualquiera, alusión a lo pasado, o dejar que el porvenir les diese nuevas pruebas. Por otra parte, aun cuando estaba seguro de que la víspera era él quien estaba en el palco, no podía, sin embargo, responder tan positivamente de que fuese él quien estaba la antevíspera en el Coliseo. Resolvió, pues, dejar que las cosas siguieran su curso sin hacer ninguna pregunta directa. Además, estaba en condiciones de superioridad sobre él, era dueño de su secreto, mientras que el conde no podía tener ninguna acción sobre Franz, que nada tenía que ocultar.

Esto no obstante, resolvió hacer girar la conversación sobre un punto que podía aclarar un poco sus dudas.

-Señor conde -le dijo-, ya que nos habéis ofrecido dos asientos en vuestro carruaje y dos sitios en vuestras ventanas del palacio Rospoli, ¿podríais indicarnos ahora de qué medios nos valdríamos para procurarnos un posto cualquiera, como se dice en Italia, en la Plaza del Popolo?

-¡Ah!, sí, es verdad -dijo el conde con aire distraído y mirando fijamente a Morcef-. ¿No hay en la Plaza del Popolo una... una ejecución?

-Sí -respondió Franz, viendo que por sí mismo iba donde él quería conducirle.

-Esperad, esperad; creo haber dicho ayer a mi mayordomo que se ocupase de eso. Quizá pueda prestaros aún otro pequeño servicio.

Y tendió la mano hacia un cordón de campanilla. Al punto vio entrar Franz a un individuo de cuarenta y cinco a cincuenta años, que se parecía, como una gota de agua se parece a otra, al contrabandista que le había introducido en la gruta, pero que no pareció reconocerle. Sin duda estaba prevenido.

-Señor Bertuccio -dijo el conde-, ¿os habéis ocupado, como os dije ayer, de procurarme una ventana en la plaza del Popolo?

-Sí, excelencia -dijo el mayordomo-, pero ya era tarde.

-¡Cómo! -dijo el conde frunciendo el entrecejo-, ¿no os dije resueltamente que quería tener una a mi disposición?

-Y vuestra excelencia tiene una, la que estaba alquilada al príncipe Labanieff, pero me he visto obligado a pagarle en ciento. ..

-Basta, basta; dejémonos de cuentas, señor Bertuccio; tenemos una ventana, esto es lo principal. Dad las señas de la casa al cochero, y estad en la escalera para conducirnos. Esto basta, podéis retiraros.

El conde de Montecristo (Alejandro Dumas)Where stories live. Discover now