27. A buscarte

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Sentí que se iba y mi corazón se encogió en mi pecho, la estaba perdiendo. ¡La estaba perdiendo! Esto no podía ser real, esto no podía doler así. Había fingido todo ese tiempo que no me afectaba, había intentado sin éxito no pensar en ella, en la suavidad de sus manos acariciando mis ojos, en su piel, en esos labios que tanto quería probar.

Cuando entró allí esa tarde a agradecerme, noté tanto dolor en su voz que necesité preguntarle si estaba bien. Sabía la respuesta, no estaba bien, al igual que yo. Quería abrazarla y decirle que dejáramos de huir de aquello que nos estaba carcomiendo. Quería pedirle perdón y lo hice, pero no fue suficiente. No entendía por qué nos alejábamos, por qué nos empujábamos cuando era obvio que no era eso lo que deseábamos. La respuesta por mi lado era simple, yo tenía miedo... pero, ¿y ella?

Quise que habláramos, pero ella me lo negó. Podía sentir que sus lágrimas caían, no la veía, no la tocaba, pero podía sentir la esencia de su alma, la tristeza quebrando sus barreras, borrando su sonrisa, su alegría que tanto me agradaba. Podía sentirla rendida, y eso me dolía.

Quise correr tras ella pero no lo hice. ¿Por qué?, no lo sé... por cobarde, tal vez. Recordé mil historias leídas en las cuales luego de una despedida el chico corría y buscaba a la chica rogándole una oportunidad. Ella lo aceptaba y vivían felices. Pero esto, ¿terminaría igual? No, claro que no... esto no era un cuento, era la realidad. Y la realidad me decía que en el mundo hay más corazones rotos que almas enamoradas y felices, que en el mundo hay más tristezas que alegrías. Porque eso me había demostrado a mí la vida, eso me había demostrado a mi mí vida. Se supone que las madres quieren a sus hijos, justo a mí la mía no me quiso. Se supone que las familias luchan por salir adelante, justo a mí, la mía me abandonó... Se supone que los niños y jóvenes, tienen amigos... justo yo, jamás los tuve. ¿Podía suponer entonces que la única chica de la cual me había enamorado, me retribuirá aquello? No, claro que no... ¡Iluso!

La puerta se abrió de golpe, no sabía cuánto tiempo había pasado.

—Lo siento, no lo pude detener —dijo mamama entrando detrás. Aun no sabía de quién se trataba.

—Profesor Galván, por favor escúcheme —rogó Roberto Cabral. Su voz sonaba desesperada.

—¿Qué sucede? —pregunté buscando mi tono de voz normal, aquel que no denotaba mis estados de ánimo ni me delataba.

—Ámbar... se ha ido. La acabo de dejar en la estación de trenes, profesor. Yo... no debía hacer esto, pero luego pensé que se lo debía a ella. Ella ha sido la única que se ha preocupado por mí, que ha estado allí... pero eso no es lo que importa ahora. —El joven estaba ansioso y hablaba rápido—. Profesor, ella está huyendo, ella siempre lo hizo... huye cuando no puede manejar algo que siente, cuando algo la supera. Está huyendo de usted, o no de usted, de lo que siente por usted. Vamos profesor, usted no puede dejar esto así —insistió.

—¿De qué hablas? ¿A dónde ha ido?

—A otra ciudad... usted no lo sabe pero a ella... le han pasado muchas cosas y... digamos que huye cuando no puede manejar algo. Es ridículo, lo sé... pero ella piensa que eso es ser libre. Es obvio que no lo es pero eso no es lo que vengo a discutir ahora. Quiero saber si va a hacer algo por detenerla profesor. —El chico sonaba ansioso y alterado.

—¿Por qué debería? —dije no queriendo admitir mis sentimientos delante de un alumno.

—Mariano... —murmuró Sonia sabiendo que mi orgullo estaba arruinando mi futuro.

—Porque usted la ama y ella lo ama a usted. —El chico lo sentenció seguro.

—¿Ella me...? —No quise preguntar, pero no podía seguir aguantando que mi corazón se quisiera salir de mi pecho de esa forma. Me levanté ansioso, las manos me sudaban.

—Ohhh, vamos, no me va a decir que no se dio cuenta de que ella está enamorada de usted. ¿Y quiere que le diga algo profesor? ¡Ella nunca se ha enamorado de nadie!

Oír aquello fue el impulso que necesitaba, fue el combustible que hizo que mi sangre empezara a fluir como cataratas por mi cuerpo llenándome de adrenalina. Ya estaba, era suficiente, debía jugarme por ella. Yo la amaba y... ¿ella a mí también?

—¿Vamos? ¡Yo lo llevo! —exclamó Roberto.

—¡Ve, Mariano! —Me ordenó mamama.

Roberto me tomó de la mano y me estiró hacia la puerta, corrió y yo lo seguí sin pensar en lo extraña que se estaría viendo aquella escena. Llegamos a lo que parecía ser el estacionamiento de la Universidad y entonces él me pidió que subiera. No entendí, pero al oír al arranque de aquel artefacto supe que se trataba de una motocicleta.

—No, no puedo subir a eso. —Me mostré reacio, no había estado en una desde el accidente en el que perdí la vista. Todos esos recuerdos comenzaron a fluir en mi mente de tal manera que pensé que me volvería loco en cualquier instante.

—No llegaremos si nos vamos caminando o en taxi, hay demasiado tráfico. Profesor, suba... ella lo necesita, por favor —rogó.

La última frase fue lo que me dio el aliento para hacerlo, nunca sentí tanta oscuridad en mi vida como la de sumergirme en el miedo que me provocó volver a subirme a una moto después de tantos años. Estar allí aferrándome con temor al cuerpo de ese chico me hizo remontar a aquel niño que un día fui, ese niño temeroso, lloroso, lastimado y roto que se subió a aquella motocicleta obligado por un hombre que no lo quería, que no se preocupaba por él y que lo dejó caer haciéndole perder algo que le cambiaría para siempre la vida.

—Ella lo ama, ella lo ama... iremos por ella —insistió Roberto y su voz se transformó en un bálsamo que me sacó de ese trance.

Ella me amaba, esta vez no iba en una moto en la que perdería mi vista, esta vez iba en una moto a recuperar a quien era y sería por siempre la luz en mis ojos dormidos.

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Con los ojos del alma ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora