El Viajero del Rostro Tapado

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Sus pasos aún eran torpes. Sin embargo, ahora, después de que Awia hubiese restañado sus heridas, Zick se encontraba mucho mejor. Creía caminar sin rumbo, a pesar de que las indicaciones de Awia habían sido claras. 

"Sigue al sol del ocaso, aquel que se pone en cada atardecer. Sigue el roce del horizonte, guía tus pasos hacia el anochecer de los días. La tierra de los dragones oscuros se encuentra en el Oeste. Te esperaré allí. Aguardaré tu llegada impaciente."

Zick seguía sin convencerse del todo de aquella extraña elfa y de los planes con los dragones negros, pero no tenía otra opción si quería rescatar a Nell. Aunque había algo que si sabía: los dragones blancos eran su enemigo, pues habían destruido su aldea. Fuese del bando que fuese, solo o con los dragones negros, Zick quería vengarse de los verdugos de su gente. A toda costa.

Había estado caminando un día entero y poco más. Iba en contra de donde salía el sol y lo seguía cuando se ponía, tal como había dicho Awia. Hace tiempo que había dejado atrás su aldea incendiada, y el bosque hecho cenizas. Ahora deambulaba entre matorrales de media altura, árboles de troncos delgados, y hierba fina; en un paisaje mucho menos tétrico que el bosque del que acababa de salir, su bosque.

Podía ver a los lejos una gran pradera, que se extendía por un extenso terreno. De altas hierbas doradas de trigo que se balanceaban al son de la melodía del viento. Zick se sumergió en ellas, acariciando con la yema de sus dedos cada fibra de trigo dorado. Aspiró el aroma que traía consigo el viento, aire fresco. Por fin, sus fosas nasales se liberaban de pesado olor a azufre. 

Creyó ser una imaginación suya, pero Zick oyó perfectamente el sonido de una onda dirigiéndose a él. Se giró justo a tiempo, al menos el suficiente para que la daga solo le rozase el brazo. Un alarido de dolor salió de su boca, y se llevó la mano al brazo herido. Se arrodilló del dolor, lo que seguramente le salvó la vida, pues otra daga estaba destinada a su cabeza. Zick miró por el rabillo del ojo, a un trío de hombres atravesando la pradera y corriendo hacia él. Llevaban todos cuchillos en ambas manos. Uno de ellos, le volvió a lanzar otro cuchillo; y esta vez, Zick no tendría tanta suerte, estaba inmóvil en el suelo, y no podía hacer nada. Cerró los ojos y esperó. Nada llegó a rozarle. Únicamente oía el sonido de su respiración. Por fin, Zick se atrevió a abrir los ojos, y vio una figura alzarse de espaldas ante él. Esbelto y vestido con ropas negras, de cabellos rubios, cortos y despeinados, una tela le cubría el rostro, solo dejaba al descubierto unos profundos ojos verdes. Parecía ágil y fuerte, su sombra cubría a Zick a su espalda, protegiéndolo.

Entonces Zick, fue testigo de cómo aquel misterioso chico se enfrentaba contra los tres hombres y los abatía de un solo movimiento de su espada. Era una danza, arte, su forma de luchar, sutil y llena de gracia, se movía con infinita agilidad. Esquivaba las torpes estocadas de los bandidos como si atravesasen el aire y los tumbaba de un golpe sencillo, pero certero. Su figura recortada por el brillo del atardecer, fue la única que quedó en pie en aquella pradera dorada.

Zick, atónito por el espectáculo que acababa de presenciar, buscaba las palabras adecuadas para agradecerle a su salvador el haberle salvado la vida. Sin embargo, su mirada de agradecimiento pronto fue sustituida por una mirada de desconcierto y terror. Ahora la espada del misterioso chico le apuntaba a él.

 -Pero, ¡Si no llevas nada encima! -la voz del joven espadachín era enigmática y suave.

Zick estaba temblando de puro terror, pues la espada le seguía apuntando.

-¡No eres más que un crío! ¿Cómo tienes narices de atravesar la pradera tu solo?

Zick asustado no apartaba la mirada de la afilada espada. El misterioso muchacho se percató de ello y la alejó de él.

-Ah, tranquilo; no voy a matarte, sólo iba a robarte y esos bandidos se me querían adelantar, pero veo que no ha merecido la pena. Ni siquiera llevas comida, ¿acaso vas buscando la muerte?

El viento se llevaba consigo la respiración acelerada de Zick, lo único se oía en esa pradera que al parecer era un peligroso lugar. ¿Qué le respondía? ¿Le daba las gracias por haberle salvado de los bandidos, o le reprochaba el que le hubiese querido robar? Zick ni siquiera sabía qué hacer, estaba asustado, cada día se convertía en un mal sueño, al filo de la muerte, desprotegido, solo... Aún no sabía ni cómo seguía vivo. Era un débil. Bajó la cabeza; no quería que aquel chico le viese llorar.

-Eh, eh... Tampoco es para que te pongas a llorar, al menos agradece que sigas vivo. -el ladrón vestido de negro le tendió una mano a Zick y le a ayudó a levantarse. -Por cierto, dime ¿A dónde se supone que ibas para atravesar la pradera? Es que hay que estar loco para hacerlo...

-Me dirijo hacia el oeste, -titubeó Zick- estoy buscando la tierra de los dragones ne... -entonces recordó que sólo él podía ver dragones- Quiero decir, las tierras del oeste...

El semblante del desconocido se ensombreció, se torció en un oscuro gesto de ira.

-¿Qué es lo que has dicho? Repite lo que has dicho. -dijo acercándose más a él.

-Simplemente las tierras del oeste, nada más... -tartamudeó Zick intimidado por sus profundos ojos verdes, lo único visible de la cara de aquel muchacho.

Él no dudó dos veces, volvió a alzar su espada; y esta vez se abalanzó contra Zick poniéndole el filo a la altura del cuello. Un fino hilo de sangre emanó de la hoja afilada.

-Mientes... Has dicho dragones. Dragones negros. Vas a las Tierras Negras ¿Verdad? -dijo amenazante el viajero.

Zick quiso tragar saliva, pero un sólo movimiento y estaría muerto, y esta vez no era ninguna broma. Sudaba de terror, inmovilizado. Sólo asintió débilmente.

-¿Dónde están...? ¿¡Dónde están los dragones negros!? -gritó rabioso.

-¿Puedes ver también dragones? -se atrevió a preguntar Zick. 

Los verdes ojos del joven viajero chispearon un momento de ira. Pero bajó la presión de su espada, pareció relajarse un poco.

-No, pero sé que fueron ellos los que mataron a mi gente. Ahora dime ¿dónde están? -parecía que le costaba contenerse y hacer sus palabras lo más suaves posibles..

-Ni siquiera yo se dónde están, sólo me dijeron que fuese al oeste...

-¿Quién? ¿Por qué? ¿Qué tienes que ver tú con los dragones negros? -el joven había perdido el control y ahora gritaba más que nunca.

-Por favor... no me hagas daño... -suplicó Zick sin poder contener las lágrimas de nuevo y apartó la mirada de los ojos que se le clavaban como dagas.

El chico de negro suspiró, resignado. ¡Era sólo un crio! Alejó la espada de él por completo y la envainó finalmente. Intentó por todos los medios relajarse y contenerse. Era muy importante para él conseguir esa información.

-Sabes dónde están los dragones negros ¿verdad? -preguntó delicadamente a Zick.

-Si...

-Bien, y te diriges hacia allí ¿no?

-Ajá...

Pareció que por fin, se había liberado toda la tensión del ambiente. Y el semblante del joven se relajó también a pesar de estar completamente tapado. Zick consiguió sosegarse, aunque no estaba del todo cómodo.

-¿Cómo te llamas muchacho?

-Zick. -musitó.

Entonces el joven que iba completamente de negro, bajó la tela que le cubría desde la nariz hasta el cuello y dejó al descubrierto su rostro. Tenía las facciones delicadas para ser un chico, una cara sencilla, de piel castigada por el sol, una nariz pequeña y unos labios rosados. Parecía más joven de lo que intentaba ocultar. Sea lo que sea, lo que más le llamó la atención a Zick fue la gran cicatriz de su mejilla izquierda: una diagonal profunda y larga, clara muestra de una herida de guerra, probablemente.

-Bien Zick, acabas de ganarte un nuevo compañero de viaje. -dijo sonriente. -Mi nombre es Kiur.

El Rey de los DragonesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora