3. El heredero de Arakaz

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—¿Te encuentras bien, Rodrigo? —le preguntó Adara.

Rodrigo volvió a colocar el libro sobre la mesa, con las manos todavía temblorosas. Luego respiró profundamente intentando serenarse.

—Sí, es que... —intentó buscar una escusa que justificara su sobresalto—. No es nada, sólo que pensé que con la derrota de Arakaz se terminaría todo.

—Ya te he dicho que esa estrofa no tiene mucho sentido —insistió ella—. No voy a decir que sea un error, porque las profecías siempre son ciertas, pero frecuentemente significan algo muy diferente de lo que nos imaginamos.

Pero para Rodrigo estaba todo muy claro. Adara no podía entenderlo porque pensaba que Arakaz no tenía herederos, pero él sabía la verdad. Por mucho que le pesara y hasta le revolviera las tripas, él era descendiente del emperador, y según la profecía, su destino era ocupar su lugar si alguna vez resultaba vencido. De todos los posibles finales que había imaginado para la profecía (y tenía que reconocer que algunos de ellos eran francamente siniestros), ninguno se acercaba al horror que éste le producía. Ni por asomo. Sólo de imaginarse a sí mismo empuñando la espada asesina del emperador le daban náuseas. ¿Cómo podría él terminar convertido en alguien capaz de esclavizar a todo el pueblo de Karintia? Era totalmente ridículo. Y sin embargo...

Rodrigo volvió a sentir una punzada en lo más hondo de su ser. En realidad era algo que le había acompañado desde que descubrió que era descendiente del conde Zacara, un tirano capaz de encerrar a sus enemigos en una torre sin agua ni comida. Desde que se enteró de aquello no había podido evitar sentirse mal consigo mismo, como si estuviera contaminado por dentro, y mucho más desde que descubrió que su antecesor se había convertido en un cruel asesino que tenía esclavizado a todo un reino. ¿Y si lo llevaba en la sangre?

Peor aún: ¿Y si Arakaz lo sabía, y por eso le había dejado escapar?

—... así que pediré a Velessar que te ayude con eso.

Rodrigo se dio cuenta de que Adara le estaba hablando y levantó la cabeza. No tenía ni idea de cuánto tiempo había estado ausente, abstraído en sus propios pensamientos.

—¿Qué? —preguntó.

—¿Seguro que te encuentras bien? —volvió a preguntar la maestre, mirándole con cara de preocupación.

—Sí... sí... —balbuceó él—. Es que estaba pensando en otra cosa. Lo siento.

—No tienes por qué disculparte —dijo Adara—. Más bien debería hacerlo yo. Me parece que entre todos estamos poniendo una carga excesiva sobre tus hombros. Será mejor que salgáis a tomar el aire y os distraigáis. Buscad algún juego y olvidaos de profecías, espadas y demás historias.

—¿Para qué me tenía que ayudar el caballero Velessar? —preguntó Rodrigo, pero Adara ya se había levantado, dando por terminada la reunión.

—No te preocupes por eso —dijo ella abriendo la puerta—. En realidad es mejor que no lo hayas oído. Venga, iros a jugar. Yo tengo que ir a devolver a Toravik el estilete. Él necesita el fuego mucho más que yo.

Antes de que se dieran cuenta Rodrigo y Óliver se quedaron solos en el pasillo, oyendo los pasos de Adara hasta que se perdieron en la lejanía. Entonces se miraron y sin decir nada se pusieron a caminar, pero ninguno de los dos se dirigió hacia el patio exterior, sino hacia las habitaciones. El hurón se bajó del hombro de Óliver y comenzó a corretear por el suelo. Cada vez que llegaba a una esquina se paraba a esperarlos y en cuanto lo alcanzaban echaba a correr otra vez. Se notaba que estaba contento de haber salido del despacho.

Rodrigo Zacara y el Asedio del DragónWhere stories live. Discover now