7. La escapada

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Rodrigo no durmió aquella noche, tratando de idear un plan que le permitiera escapar de la fortaleza sin que se enterara nadie. Tenía que hacerlo por sus amigos y por el resto de la fortaleza, pero ellos nunca lo entenderían. Si lo descubrían intentando escaparse se lo impedirían, le dirían que esperase un poco, que era muy peligroso... Pero él sabía que había llegado el momento. Baldo tenía razón, y había sido el único que se había atrevido a decírselo cara a cara. No había intentado distraerlo ni confundirlo, como hacía Adara. Baldo lo había mirado a los ojos y le había dicho la verdad: él suponía un peligro para todos sus compañeros, y debía abandonar la fortaleza esa misma noche.

Rodrigo barajó sus posibilidades. Salir del dormitorio no sería difícil, y seguramente no encontraría problemas para llegar hasta el patio. El problema era que las puertas de la fortaleza estaban vigiladas día y noche, y no había ninguna otra forma de poner el pie fuera de sus murallas. Pensándolo bien, aunque no estuvieran vigiladas sería completamente imposible abrirlas sin que el ruido de sus engranajes y bisagras despertara a la mitad de los caballeros. Y para terminar de descartar la idea, acababa de darse cuenta de que no tenía ni idea de cómo se abrían esos enormes portones.

Estaba claro. Tenía que aprovechar el momento en que alguien saliera o entrara de la fortaleza para escapar mientras las puertas permanecieran abiertas, pero ¿cómo hacer eso sin ser visto? Tal vez Darion pudiera ayudarle con alguna ilusión que distrajera a los caballeros, pero no quería pedirle ayuda. Su amigo nunca aprobaría su plan.

Tenía que hacerlo, se repetía a sí mismo una y otra vez. No podía pasar ni un día más en la fortaleza, poniendo en peligro a sus amigos, eso lo tenía muy claro. Tenía que salir y buscar la forma de volver a casa. Tal vez así todo volvería a ser como antes. Tal vez así Arakaz dejaría de raptar bebés por su culpa.

¡Claro! —pensó—. ¡Los bebés! ¡Ahí está mi oportunidad!

Acababa de recordarlo. A las seis de la mañana Aldair, Porwena, Iradis y Garek iban a salir de nuevo en busca de bebés a los que rescatar. Nunca tendría otra oportunidad como esa de salir de la fortaleza sin que nadie se diese cuenta. Se metería en uno de los barriles vacíos que llevaban en los carros y esperaría hasta que lo llevaran lejos de la fortaleza. Luego ya podría salir del barril aprovechando cualquier descuido de los caballeros. Ellos nunca llegarían a darse cuenta.

Sin pensárselo dos veces Rodrigo bajó de la litera y buscó a tientas su ropa y sus botas, procurando no hacer ruido. Cuando por fin encontró su bota izquierda debajo de la cama de Óliver, éste se removió sobre su colchón.

—¿Qué haces, Rodri? —le preguntó con voz adormecida.

—Me voy a cazar avutardas nocturnas —dijo Rodrigo, sabiendo que su amigo estaba más dormido que otra cosa—. Tú espérame aquí.

—Ah, vale —respondió Óliver, volviendo a meter la cabeza bajo las mantas.

Rodrigo salió del dormitorio y se metió al baño para ponerse la ropa y las botas. Luego se dirigió sigilosamente hacia la escalera y con mucho cuidado de no hacer ruido fue descendiendo escalones hasta llegar a la planta baja. Tal como esperaba, la puerta de acceso al patio estaba cerrada, pero no le costó mucho salir por una ventana del cuarto de la limpieza.

A partir de este momento debía ser más cauteloso que nunca, porque aunque no podía verlos, él sabía que siempre había dos caballeros haciendo guardia en las torres que flanqueaban la entrada de la fortaleza. Por suerte la noche era muy oscura, pues la luna no era más que un fino arco blanquecino. Esto le permitiría no ser visto por los vigilantes en su camino hacia los carromatos, pero también hacía difícil la tarea de buscarlos. Afortunadamente los encontró enseguida en el lugar donde imaginaba que estarían: al lado de los establos.

Rodrigo Zacara y el Asedio del DragónWhere stories live. Discover now