8. Tarsin

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Poco a poco Rodrigo fue sintiendo como un cosquilleo recorría todo su cuerpo a medida que su piel y sus músculos iban recuperando el calor. Aún así no podía evitar sentirse más indefenso que nunca, casi desnudo en un lugar que le resultaba completamente desconocido y donde cualquier persona que pudiera aparecer supondría más probablemente un peligro que una ayuda. Su única compañía, un bebé de pocos meses, tampoco resultaba un gran consuelo. Por más que le gustaría no podía hablar con él, así que no le quedaba más remedio que responder por sí mismo a la terrible pregunta que invadía su cabeza: ¿Qué debía hacer ahora?

Incapaz de tomar una decisión, Rodrigo permaneció tumbado en medio del claro, a pesar de que la sensación de hambre se hacía cada vez más apremiante. Entonces, cuando el sol comenzó a esconderse tras las ramas de los árboles más altos, el bebé comenzó a llorar de nuevo. Rodrigo buscó su manta y comprobó con alivio que estaba bastante seca, así que envolvió a la criatura con mucho cuidado. Sin embargo, sus llantos no cesaron. Entonces Rodrigo comprendió que seguramente el bebé tenía aún más hambre que él, y de pronto lo invadió una súbita sensación de pánico. ¿Cómo iba a poder cuidar del pequeño si ni siquiera era capaz de cuidar de sí mismo? Aunque no sabía mucho de bebés, estaba casi seguro de que necesitaría leche para alimentarse, y eso era algo que Rodrigo no podía conseguir sin ayuda. Sin embargo, no podía acercarse a ninguna población, granja ni cualquier otro lugar habitado, pues sabía que Arakaz había dado orden de que le fueran entregados todos los bebés, y no había nadie en toda Karintia que pudiera oponerse a su voluntad. Entonces se acordó (una vez más) de la persona que los había ayudado a salir del pozo sanos y salvos, y se preguntó dónde estaría esa persona y por qué no se había quedado para ayudarlos un poco más.

Cuanto más pensaba en ello, más misterio encontraba en el hecho de haber sido ayudado por un extraño, y le asaltaban muchas preguntas que no era capaz de responder. ¿Qué hacía esa persona en medio de una hacienda en ruinas? ¿Acaso oyó los lloros del bebé al pasar por el camino? En ese caso, ¿por qué desapareció después sin dejar ni rastro? Si fuera un adulto seguramente hubiera esperado a que salieran del pozo para quitarle el bebé y entregárselo a Arakaz. Eso le hacía pensar que seguramente sería un niño, alguien que todavía no había cumplido los doce años y todavía no había tenido que presentar su juramento ante el emperador. Eso explicaría que hubiera desaparecido después de prestarles su ayuda. Seguramente temía que podría meterse en un lío por ayudar a un bebé a escapar.

Mientras cavilaba sobre estos temas se dio cuenta de que el cielo se estaba volviendo del color anaranjado propio de la puesta de sol. La temperatura estaba bajando rápidamente y el bebé no paraba de llorar. Enfadado consigo mismo, Rodrigo se dijo que tenía que dejar de dar vueltas a temas que no conducían a nada y tomar una decisión inmediatamente. En realidad no tenía mucho que pensar, pues en el fondo sabía desde hace horas que solamente había una solución para que el bebé pudiera sobrevivir sin caer en manos de Arakaz. Tenía que llevarlo a la fortaleza de Gárador. Aún así, Rodrigo se mantenía firme en su determinación de no regresar al castillo, así que decidió que dejaría a la criatura en la cabaña destartalada que hacía de entrada secreta y seguiría su camino con la esperanza de que los caballeros encontraran a tiempo al bebé.

Satisfecho de tener por fin un plan, Rodrigo se levantó, se puso el resto de su ropa y procuró que su capa mantuviera oculto al bebé, aunque sabía que de poco le serviría mientras sus llantos no cesaran. Entonces, sin pensárselo más veces, recorrió los escasos metros de bosque que lo separaban del camino y una vez allí, dio la espalda a la devastada hacienda y comenzó a caminar en dirección contraria.

Mientras sus pasos seguían el serpenteante camino, Rodrigo intentaba calcular cuánto tiempo habría pasado escondido en el arcón, y cuántos kilómetros podría recorrer en ese tiempo un carro tirado por dos caballos. Lo primero que se le vino a la cabeza fueron los problemas de matemáticas. En el internado no había día en que no tuviera que calcular la distancia que recorría un tren en tres horas y media, o el tiempo que tardaría un avión en llegar de Madrid a Nueva York. Sin embargo, nunca les habían puesto un problema en el que tuvieran que calcular la distancia que recorría un carro de caballos, y tuvo que reconocerse a sí mismo que no tenía ni la menor idea. Intentó pensar en otra cosa, pero parecía que el carro se hubiera quedado dando vueltas en su cabeza, porque todavía le parecía oír el traqueteo de los cascos y el chirrido de las ruedas abriéndose paso entre las piedras del camino. De hecho, lo escuchaba tan claramente como si volviera a estar escondido dentro del arcón.

Rodrigo Zacara y el Asedio del DragónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora