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Poco antes de las ocho de la noche se detuvo en la banquina. Era un angosto camino rural, cuya tierra roja se apilaba a los costados, como si hubiesen excavado hacía poco tiempo. No tenía ya seguridad del Estado que estaba recorriendo, de si era Carolina o bien Georgia. Era como si dichos Estados fuesen algo fluido, como si, -también los demás Estados- pudiesen fundirse los unos con los otros y proyectarse como las carreteras. Todo tenía un aspecto extraño. No estaba donde debía estar. No era posible que nadie viviese aquí, que nadie pudiese pensar en este paisaje brutal. Enredaderas poco familiares, verdes, llenas de tallos enmarañados, que luchaban por subir trepando por la zanja poco honda junto al automóvil. Hacía ya media hora que el tanque de nafta marcaba 《vacío》. Todo estaba mal, todo. Miró a la niña, la niña que había secuestrado. Dormía con su manera de dormir de muñeca, la espalda bien erguida contra el respaldo, los pies con sus zapatillas rotas colgando sobre el piso. Dormía demasiado. Quizás estuviese enferma... Quizás estuviese muriéndose...

Estaba mirándola cuando despertó.

-Tengo que ir al baño otra vez -dijo.

-¿Estás bien? ¿No estás enferma, no?

-Tengo que ir al baño.

-Muy bien -murmuró él y se apartó para abrirle la puerta.

-Déjame ir sola. No me escaparé. No haré nada, te lo prometo.

Miró la carita seria, los ojos oscuros contra la tez morena.

-¿Adónde podría ir, de todos modos? Ni siquiera sé dónde estoy.

-Yo tampoco.

-¿Y ahora?

Tenía que suceder alguna vez. No podía tenerla asida en todo momento.

-¿Me lo prometes?- preguntó, consciente de que era una pregunta tonta.

La niña hizo un gesto afirmativo y él dijo entonces:

-Muy bien.

-¿Y tú me prometes que no me dejarás aquí y te irás?

-Sí.

La niña abrió la puerta y bajó del automóvil. Apenas pudo contenerse para no mirarla, pero no mirarla era una prueba. Una prueba. Sintió deseos avasalladores de tener su manita aferrada en el propio puño. Podría trepar por la zanja, huir, gritar... pero no estaba gritando. Sucedía a menudo que las cosas terribles que imaginaba no se producían. El mundo daba una pequeña vuelta y las cosas volvían al curso de siempre. Cuando la niña volvió a subir al automóvil, sintió una ola de alivio... había vuelto a suceder que no se hubiese abierto ningún abismo negro para tragárselo.

Cerró los ojos y vio un camino desierto, y separado por líneas blancas, que se extendía delante de sus ojos.

-Tendré que encontrar un motel -dijo.

La niña se apoyó en el respaldo, en espera de que él hiciese lo que quisiera. La radio estaba encendida, pero con poco volumen y de ella partían ruidos intermitentes de una estación radial en Augusta, Georgia, el sonido de una guitarra aterciopelada y melodiosa. Por un instante, le invadió la mente una imagen, la de una niña muerta, con la lengua afuera y los ojos saliéndose de las órbitas. ¡No le ofrecía resistencia! Luego se encontró por un instante parado -y era como si estuviese parado- en una calle de Nueva York, alguna calle entre las cincuenta y tantas, al este, una de esas calles por la que las mujeres bien vestidas pasean sus perros ovejeros. Porque había una de esas mujeres, caminando allí. Alta con vaqueros hermosamente desteñidos, una camisa cara y un bronceado parejo, que caminaba hacia el con los anteojos negros apoyados hacia arriba de la frente. Un ovejero enorme marchaba silenciosamente junto a ella, agitando la cola. Estaba suficientemente cerca de ella como para ver las pecas por el escote entre abierto de la camisa.

FantasmasWhere stories live. Discover now