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Mientras Ricky se metía bajo una ducha bien caliente, Lewis hacía ejercicio corriendo al trote por un sendero en el bosque. Hacía esto todas las mañanas, recorriendo unos tres kilómetros antes de prepararse el desayuno para sí y para cualquier muchacha que hubiese pasado la noche en su casa. Hoy, como siempre después de las reuniones de la Chowder Society, no había muchacha y Lewis corría con más denuedo que el habitual. La noche anterior había sufrido la peor pesadilla de su vida. Todavía duraban sus efectos y esperaba que una buena marcha a trote los disiparía. Mientras otros hombres se confiaban a un diario o bien a su amante o bien bebían, Lewis hacía ejercicio. Y ahora con su enterizo azul marino y sus zapatillas Adidas, avanzaba sin aliento por el sendero que atravesaba sus bosques.

La propiedad de Lewis había incluido tanto los bosques como los prados, además de la parcela de piedra que amaba desde el momento en que la vio por primera vez. Era como una fortaleza, con persianas, una enorme construcción levantada a principios de siglo por un agricultor con gustos de aristócrata a quien le agradaba el aspecto de los castillos que ilustraban las novelas de Walter Scott, predilectas de su mujer. Lewis no conocía a Walter  Scott ni lo admiraba, pero tantos años de haber vivido en hoteles habían dejado en él una necesidad de contar con gran cantidad de habitaciones a su alrededor. En una casa reducida habría sentido claustrofobia. Cuando decidió vender su hotel a una cadena que venia ofreciéndole sumas cada vez mayores en los seis últimos años, contó con dinero suficiente, después de pagar sus impuestos, para adquirir la única casa, ya fuese en Milburn o en sus inmediaciones, que realmente le satisfacía, además de una suma para amueblarla a su gusto. Las paredes recubiertas de madera, las armas largas y las lanzas no siempre agradaban a sus huéspedes del sexo femenino. (Stella Hawthorne, que pasó tres tardes llenas de experiencias en la parcela de Lewis poco después de su retorno, había comentado que nunca en su vida había estado en el interior de un casino de oficiales antes.) Lewis vendió el prado tan pronto como pudo, pero se quedó con el bosque porque le gustaba la idea de ser dueño de él.

Al recorrerlo al trote siempre veía algo nuevo que intensificaba su sensación de vivir: un día un manchón de flores silvestres en un hueco junto al arroyo, al día siguiente un tordo con alas rojizas, grande como un gato, que lo miraba con expresión de alucinado desde las ramas de un arce. Hoy no prestaba atención, sino que corría, simplemente, por el sendero cubierto de nieve, lleno de un anhelo de que lo que fuese que estaba sucediendo terminase de una vez. Quizás el joven Wanderley pudiese enderezar las cosas. A juzgar por su libro, él mismo conocía uno que otro lugar sombrío. Tal vez John tuviese razón y el sobrino de Edward podría descubrir, por lo menos, qué estaba pasándoles a los cuatro. No podía ser solamente culpa, después de tanto tiempo. El asunto de Eva Galli había ocurrido hacía tanto que había involucrado a cinco hombres diferentes, en un país diferente. Si uno contemplaba la región y la comparaba con lo que había sido durante la década del veinte, nunca se habría dicho que era la misma. Hasta estos bosques habían sido plantados y habían crecido por segunda vez, a pesar de que a él le gustaba imaginar que no.

Mientras corría, le agradaba pensar en los inmensos bosques naturales que en una época cubrieron casi la totalidad de América del Norte: el vasto cinturón de árboles y vegetación, la riqueza silenciosa por la cual se movían sólo él y los pieles rojas. Y unos pocos espíritus. Sí, en la interminable cripta de esos bosques cabía creer en los espíritus. La mitología indígena estaba llena de ellos. Armonizaban con el paisaje. Ahora, en cambio, en el mundo de los Reyes de la Hamburguesa y de las canchas de golf con dispositivos automáticos para jugar, seguramente todos aquellos fantasmas tiránicos del pasado habían sido ahuyentados.

Todavía no han sido ahuyentados del todo, Lewis. Todavía no.

Era como otra voz que hablase en su interior. Qué disparate, que no se hubiesen ido, pensó, pasándose una mano por la cara.

FantasmasWhere stories live. Discover now