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 En Panama City se detuvo en el motel Gulf Glimpse, una serie de casitas de ladrillo de aspecto pobre alrededor de una playa de estacionamiento. La oficina del gerente estaba en la entrada, una construcción separada, pero cuadrada como las otras, salvo que tenía un gran panel de vidrio detrás del cual, en medio de lo que debía ser un calor de horno, estaba sentado un viejo muy flaco con anteojos de armazón de oro y una camiseta calada. Se parecía a Adolf Eichmann. El trazado severo e inflexible del rostro del hombre hizo pensar a Wanderley en lo que había dicho el ex policía sobre él y la chica. No se parecía para nada a la chica, con su pelo rubio y su tez clara. Se detuvo delante de la oficina del gerente y bajó del automóvil. Le sudaban las palmas de las manos. 

Pero una vez adentro, dijo que quería un cuarto para sí y para su hijita y el viejo miró sin la menor curiosidad a la niña de pelo oscuro sentada en el automóvil y repuso: 

—Diez dólares y medio por día. Firme el registro. Si quiere comer, vaya al Eat-­Motor en esta misma calle. No se puede cocinar en las casas. ¿Piensa quedarse más de una noche, señor... —dijo tirando del registro para leer—...Boswell? 

—Quizás una semana. 

—En tal caso deberá pagar las primeras dos noches por adelantado. Contó veintiún dólares y el gerente le entregó una llave.

—El número once, el once de la suerte. En el otro lado de la playa de estacionamiento. 

El cuarto tenía paredes blanqueadas con cal y olía a desinfectante de inodoros. Miró alrededor sin entusiasmo: la misma alfombra de textura metálica, dos camitas con sábanas gastadas pero limpias, un televisor de doce pulgadas, dos cuadros horribles de flores. El cuarto daba la impresión de ser más sombrío de lo que era justificable. La niña estaba inspeccionando la cama contra la pared. 

—¿Qué es Masaje mágico? Quiero probar. ¿Puedo probar? ¿Puedo?  

—Seguramente no funciona. 

—¿Puedo probarlo? ¿Puedo, por favor? 

—Muy bien. Acuéstate en la cama. Tengo que salir a hacer unas cosas. No te vayas hasta que yo vuelva. Tengo que poner veinticinco centavos en la ranura, ¿ves? Así. Cuando regrese podremos comer. 

La niña se había acostado en la cama y hacía gestos de impaciencia y no lo miraba, sino que observaba la moneda que tenía en la mano. 

—Comeremos cuando vuelva. Trataré de comprarte un poco de ropa. No puedes usar la misma todo el tiempo. 

—¡Pon la moneda! 

Se encogió de hombros, metió la moneda en la ranura y en seguida oyó un zumbido. La niña se quedó inmóvil en la cama mientras ésta vibraba, los brazos extendidos, el rostro tenso. 

—¡Qué lindo! —exclamó. 

—Volveré pronto —le dijo él. Volvió a salir a la cruda luz del sol y por primera vez olió el agua. 

El Golfo estaba muy lejos, pero era visible. En el otro lado de la carretera que tomó para ir a la ciudad, la tierra bajaba en forma abrupta hacia un páramo de malezas y desperdicios cruzado en su extremo por una cantidad de vías ferroviarias. Después de éstas otro sector de terrenos baldíos terminaba en una segunda carretera que se desviaba hacia un grupo de galpones y depósitos de carga. Más allá de la segunda carretera estaba el Golfo de Méjico, con sus aguas grisáceas y espumosas. 

En el límite de Panama City entró en una tienda Treasure Island y compró vaqueros y dos camisetas para la niña, ropa interior, medias, dos camisas, un par de pantalones de color caqui y zapatos de gamuza para él. 

FantasmasWhere stories live. Discover now