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—Esta noche es mi turno —dijo Sears y se reclinó lo más cómodamente posible en el sillón más grande de Jaffrey, cuidando quedar de espaldas a la antigua casa de Eva Gaffi.

—Quiero relatarles algunos hechos que me ocurrieron cuando era un joven que aspiraba a dedicarse a la enseñanza en un sector rural próximo a Elmira. Digo, mejor «probar» la enseñanza, porque aún entonces, al comienzo de mi primer año, no estaba seguro de estar destinado a esta profesión. Había firmado un contrato por dos años, pero no creía que pudiesen retenerme si yo decidía renunciar. Bien, una de las cosas más terribles de mi vida me sucedió allí, o bien no sucedió y fue todo fruto de mi imaginación, pero, de todos modos, me dio un susto horroroso y por fin eso hizo imposible que continuara en mi puesto. Esta es la peor historia que yo conozco, y la he mantenido encerrada en el fondo de mi mente durante cincuenta años.

—Ustedes saben cuáles eran los deberes de un maestro de escuela en aquella época. No se trataba de una escuela urbana y tampoco de un internado como el Hill School. Dios sabe que era a ese internado a donde debí haberme dirigido, pero en ese momento tenía una cantidad de ideas complicadas. Me imaginaba como un auténtico Sócrates campesino que llevaría la luz de la razón al desierto. ¡Desierto! Entonces, las inmediaciones de Elmira no eran otra cosa, pero hoy no hay ni siquiera un suburbio donde se encontraba entonces la pequeña población. En el punto donde se levantaba entonces la escuela se construyó una encrucijada de carreteras en cuatro direcciones. Todo allí está enterrado bajo el cemento. Se llamaba Cuatro Caminos, pero ya no hay nada. En cambio, entonces, cuando me tomé estas vacaciones sabáticas fuera de Milburn, era una típica población rural con diez o doce casas, una tienda de ramos generales, una oficina de correos, una herrería y una escuela. Todos los edificios eran, en general, exactamente iguales, de madera que no había sido pintada en muchos años, un poco grisáceos, un poco tétricos. La escuela tenía una sola aula, desde luego una sola aula para las ocho clases. Cuando me entrevistaron me dijeron que viviría en casa de los Mather, quienes habían ofrecido los términos más razonables por mi pensión y pronto habría de descubrir la razón, y que mi jornada empezaría a las seis de la mañana. Tenía que hachar la leña para la estufa de la escuela, encender fuego, barrer todo, poner en orden los libros, bombear el agua, limpiar las pizarras... y aun lavar las ventanas cuando fuese necesario.

Luego a las siete y media, llegaban los alumnos. Y mi trabajo consistía en enseñar en los ocho niveles, lectura, escritura, aritmética, música, geografía, caligrafía, historia... todo. Hoy en día huiría de semejante perspectiva, pero entonces estaba lleno de imágenes de Abraham Lincoln sentado en la punta de un tronco, con Mark Hopkins en el otro y tenía gran entusiasmo por comenzar. Me encantaba la idea. Estaba loco. Y supongo que aun entonces la población agonizaba, pero yo no lo advertí. Lo que yo veía era esplendor... esplendor y libertad. Un poco raído, quizá, pero siempre era esplendor.

Verán ustedes. Yo no sabía. No podía adivinar cómo serían la mayoría de mis alumnos. No sabía que la mayor parte de los maestros de escuela en esas pequeñas aldeas eran muchachos de diecinueve años, sin más educación de la que imparten. No sabía qué lleno de barro y qué desagradable sería un lugar como Cuatro Caminos durante casi todo el año. Tampoco sabía que era una condición para mi empleo que me presentase en la iglesia de la población vecina todos los domingos, lo cual significaba una marcha de más de diez kilómetros. No sabía qué duro sería. No sabía que pasaría hambre muy a menudo.

Comencé a descubrirlo cuando fui con mi valija a la casa de los Mather esa primera noche. Charlie Mather había sido jefe de correos del pueblo, pero cuando asumieron el poder los republicanos nombraron en su lugar a Howard Hummell y Charlie Mather nunca dejó de sentirse resentido. Siempre estaba de mal humor. Cuando me llevó al cuarto que habría de ocupar, vi que no estaba terminado, que el piso era de madera sin cepillar y que el techo carecía de cielo raso y dejaba ver las vigas y las tejas.

FantasmasWhere stories live. Discover now