Capítulo I.

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El sonido del molinillo me atraviesa el oído. Creo que, por mucho que trabaje en este lugar, nunca me acostumbraré al intenso sonido de los granos de café convirtiéndose en polvo. Por ello, me coloco en la zona de la barra más alejada de aquel infernal cacharro. Mientras coloco la vajilla en el lavavajillas, espero pacientemente a que la máquina termine de servir un café. El señor que me lo ha pedido está sentado en la barra y está leyendo el periódico con una lupa. No he podido evitar encontrarlo curioso. El chorro de café se corta y pongo la taza encima del platillo, junto al azucarillo y a la cucharilla, y se lo tiendo al señor. Éste me mira y me sonríe.

—¿Vende usted hielo, por casualidad? —me pregunta en cuanto me alejo un poco de él.

Normalmente miraría raro al señor y le respondería de forma educada que esto no es una heladería. En vez de eso, hurgo con cierto nerviosismo y disimulo en mi sujetador y saco lo que el señor me ha pedido.

—¿Setenta y un euros por un café? —dice cuando le digo cuánto es—. He de decir que lo suyo no son los buenos precios.

—Pero sí la buena calidad.

El señor sonríe y vuelve a su periódico. El lavavajillas está a medio llenar y vuelvo a dedicarme a meter los platos, tazas y demás dentro de la cestilla. El calor me da en toda la cara y no puedo evitar decir que es algo molesto. Lo único que me falta ahora es hacerme una limpieza de cutis. Mientras termino de meter las cucharillas, alguien entra en el bar. No alzo la mirada. El señor del café de setenta y un euros saluda al nuevo cliente con efusión y tras unas palabras susurradas, se marcha.

—Buenas tar... —me quedo trabada, pero recupero las palabras rápidamente—. Quedamos en nada de visitas, ¿recuerdas? —le digo y coloco mis manos en mi cintura.

—Has adelgazado —comenta— y tu pelo... ¿te has hecho mechas? Lo tienes mucho más claro de lo normal.

Cierro el lavavajillas de mala gana y limpio la barra con una bayeta aunque no haya nada en la piedra. Es un instinto nervioso que suelo expresar cuando dos clientes discuten por pagar. No me esperaba para nada que él apareciese aquí, y menos que hablase conmigo y no con mi jefe. Sus ojos siguen mi mano por la barra hasta que pasa por una zona lo suficientemente cerca para agarrármela.

—Bonita, ¿leíste la nota o tu cartero ha vuelto a ser tan imbécil de perder tu correo?

—Desde que mandaste aquella queja, creo que soy la primera en recibir mis cartas de mi calle, a pesar de que mi casa está en mitad de ésta —comento.

Nos quedamos en silencio, mirándonos. Tiene el pelo más largo y más oscuro, pero sigue teniendo esa sonrisa dulce que tanto le caracterizaba. Casi no queda nada de aquel chico al que vi llorar con su amigo en la entrada de mi internado. Casi.

—¿La primera de tu calle? Tal vez debería de haber sido más duro en la parte en la que mencionaba ligeramente cómo se iba a desangrar su hija.

Ante este ataque vuelvo a reprimir mis emociones y Manu parece quedar fascinado ante la ausencia de reacción. Mi mano se suelta de la suya y camino hacia el molinillo para apagarlo. El alivio que me recorre sería máximo si él no estuviese sentado en la barra, esperando algo de mí.

—¿Quién eres tú y que has hecho con Lina?

—Manu, ¿a qué has venido? —le pregunto sin mirarle.

—Tres meses que estuviste con nosotros y te convertiste en algo, bonita —susurra—. Anís te echa de menos. Cada semana me pide que le diga dónde vives, incluso me amenaza con denunciarme por tráfico si no se lo digo. Esa maldita bollera a veces parece que va en serio.

El mechero y el crack.Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon