Capítulo Dos

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Ya tenía los nudillos condolidos de tanto golpear una y otra vez el viejo saco, si seguía así iba a reventarlo y entonces le costaría comprar uno nuevo. No era que eso le supusiera un problema, pero pasaba de tener que perder el tiempo encargando uno y escuchar los quejidos de los otros que se verían obligados a prescindir de ello, ya que estaría inservible.

Se secó el sudor de la frente con su antebrazo, mientras aún jadeaba por el esfuerzo del ejercicio. Distraídamente, se dirigió otra vez hacia su taquilla y dejó los guantes en su correspondiente sitio. Los pobres estaban ya hechos polvo, pidiendo ser reemplazados. Miró en el interior y tomó de nuevo sus ropas negras, una toalla verde tamaño extra grande y el gel de ducha Magno; su preferido.

La ducha estaba repleta de exterminadores, todos ellos preparándose para salir a patrullar esa noche por las peligrosas calles de Londres. Mitchell no era el único que había estado gran parte de la tarde entrenando y machacando los músculos, eso era lo normal allí.

Esa noche decidió no practicar puntería en el campo de tiro, lo dejaría para otro día. Lo suyo no eran las armas, aunque siempre llevaba un revolver encima, a él le iban más las dagas. Éstas eran de fácil uso, menos pesadas y acertaban siempre en el blanco.

Se metió en la única ducha que había disponible y dejó que el agua se encargara de eliminar todo el sudor que pringaba su fibroso cuerpo y que a su vez, calmara sus contraídos músculos.

Diez minutos más tarde, estaba vistiéndose de nuevo para comenzar con su jornada laboral de esa noche. Se acercó a la sala de armas y extrajo de la funda de piel sus dos maravillosas dagas de empuñadura negra. Eran de acero y con un filo demasiado afilado. Se las guardó estratégicamente en un lugar seguro donde pasarían desapercibidas y luego tomó su revolver e hizo lo mismo.

Por último, antes de salir listo para la acción, tenía que ponerse su anillo. Sacó del bolsillo de su pantalón de cuero una cajita pequeña de plástico y extrajo el sello de oro que había dentro. La sortija tenía la cara de un perro tallada en él. Ese era el símbolo que representaban a los perros infernales que siempre acompañaban a sus amos, los exterminadores.

Cada uno de ellos tenía una joya con ese símbolo, algunos tenían a su mascota atrapado en un brazalete o en un colgante, cualquiera de ellas eran válidas.

Los perros infernales eran de mucha utilidad, eran los mejores rastreadores para encontrar a cualquier criatura maligna. El suyo, particularmente era uno de los más peligrosos, debido a su gran tamaño. Tenía un pelaje negro para pasar desapercibido entre las sombras; sus ojos eran de un rojo intenso que delataban su naturaleza sobrenatural y sus afilados colmillos no tenían nada que invidiar a los de los vampiros. Realmente temible, como su amo.

Ahora ya listo y con todo lo que necesitaba para darle caza a los hijos de putas que merodeaban por las noches para atacar a sus víctimas, Mitchell salió al pasillo, con intenciones de ir al garaje a por su nena.

—¡Hey, Mitchell! —le gritó Dylan desde la otra punta del pasillo—. ¿Te marchas ya?

El hombre no tardó en alcanzarlo y ponerse a su altura.

—¿Para qué hacer esperar más a las bestias? —le contestó con burla—. Están desando que le demos caza, ¿por qué demorar más lo inminente?

—Cierto, hombre —convino—. Pero yo pensaba que antes te tomaría un par de tragos conmigo.

Dylan le guiñó un ojo, mientras sacaba una petaca metálica y plateada del bolsillo de su chaqueta y se lo ofrecía.

—Ya sabes, como siempre solemos hacer.

Esclavo de las Sombras (Historia pausada)Where stories live. Discover now