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Entre cabeceos para nada delicados, bostezos repetitivos y con los parpados más pesados que mis ganas de trabajar, mi turno en la tienda de autoservicio concluye sin ningún inconveniente más que una señora quejándose porque no le devolví bien el cambio. En mi defensa, estaba más dormida que despierta y a causa de ello, conté las monedas mal.

Había sido una semana muy larga y pesada. En la universidad no paraban de mandarme trabajos interminables que casi siempre hacia en la librería donde trabajo o en la misma tienda de autoservicio, en cualquier rato libre.

Por suerte, es domingo por la madrugada; todos mis trabajos están impecablemente terminados y ya no debo preocuparme más que por dormir lo que resta del día. Como tengo que trabajar los sábados por la noche hasta la madrugada del domingo en la tienda, terminar mis tareas de manera que el domingo sea, más o menos, mi día libre, es más conveniente que nada.

Me doy unas palmaditas en la mejilla, felicitándome a mí misma por sobrevivir a otra caótica semana más y retiro la gorra que me veo obligada a llevar como parte de mi uniforme. De seguro mis ojeras justo ahora son más grandes que mis ganas de vivir, pero me reconforto mentalmente diciéndome que apenas llegue a casa, ninguna fuerza humana podrá sacarme de la cama antes del mediodía.

Estoy decidida a, finalmente, después de cinco largas horas, voltear el pequeño cartel que cuelga de la puerta de vidrio de "open" a "closed", pero como si estuviesen burlándose de mí, robando preciados segundos de mi tiempo que bien podría aprovechar en dormir más cuando llegue a casa, oigo como suena la campanilla del lugar que indica que ha entrado un nuevo cliente.

No puedo evitar irritarme; tengo sueño y eso no me pone precisamente de buen humor. Planeo voltearme y decirle, de la manera más amable que la situación y mi falta de sueño me lo permita, que ya es tarde y que mi turno ha acabado, por lo tanto, voy a cerrar, pero eso no logra salir de mi garganta. Las palabras parecen haberse esfumado justo en la punta de mi lengua y en su lugar hago un ruidito patético, como si me estuviese ahogando.

Esperaba encontrarme a un borracho impertinente que no me dejase cerrar hasta que le vendiese alcohol, no a Min Yoongi tambaleándose todo el camino hacia la caja registradora, borracho, para variar.

Mi vista se dirige por inercia al punto más llamativo de su persona: su cabello.

¿Qué rayos...?

El chico parado frente a mí no es precisamente el Min Yoongi que yo recuerdo; con su cabello rubio oxigenado, sus ropas oscuras y su ceño fruncido casi permanente.

No. El min Yoongi que está parado frente a mí, tambaleándose y murmurando algo inentendible mientras observa las cajetillas de cigarrillos en el mostrador, no es, ni de cerca, mi amargado vecino.

Principalmente porque parece haber tenido una crisis de identidad bastante grave y su cabello, anteriormente, rubio, ondulado y revuelto, es ahora de un extraño color rojo y está desordenado de tal manera que puedo ver parte de su frente –que parece brillar más que mi futuro-. Lleva puesta una extraña camisa blanca, fajada, con algún raro estampado en su pecho y unos pantalones muy ajustados negros. Es una persona completamente desconocida que me hace quedar sin aliento por unos segundos. Él ni siquiera se percata de mi presencia hasta que, supongo, se siente acosado con mi mirada clavada en cada uno de sus movimientos. Contrario a lo que me esperaba, no me frunce el ceño o me gruñe, como normalmente haría, sino que abre muchos sus ojos y su boca, formando una perfecta "o".

—Oh, eres tú—. Su voz suena muy rara, más rasposa de lo común, intuyo, por los efectos del alcohol. Lo que me lleva a pensar, ¿qué rayos hace Min Yoongi, borracho, en la madrugada del domingo, luciendo como todo un chico salido de algún desfile de modas? —No te había visto—dice y ríe.

Bad Mood; Min YoongiWhere stories live. Discover now