4. Binnaz

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Apenas comenzó a salir el sol, un par de botas lazadas negras golpeaban los adoquines de la acera cruelmente. Esta vez no era el rintintín molesto del correr apresuradamente, sino del caminar apresuradamente. El mechón celeste se asomó bajo una gran maceta colgante, y sus plantas de los pies se inclinaron hacia delante hasta ponerse de puntillas, acompañado del chirrío de la suela de goma.

La brisa azotó los pétalos fucsias de las flores que caían desde la maceta y estaban siendo olisqueadas por la napia del chico. Los insectos dormían y apenas hacía viento, era el momento perfecto para apreciar el aroma florido de las primeras horas de la mañana.

Las clases en la academia de héroes eran dos horas más tarde. Iruka tenía la mala costumbre de entretenerse demasiado, así que se levantaba un poco más temprano –evitando despertar al cerdo roncador de su hermana– para poder tomarse el tiempo justo y necesario para apreciar el mundo mientras ningún ser humano lo corrompe.

Sujetó las correas de su mochila y las soltó como si fuesen cuerdas de guitarra, bajando del escalón que le permitía admirar el intenso color de los pétalos. Justo allí delante había un parque comunal, que sorpresivamente estaba abierto. Iruka sonrió, se aseguró de que nadie miraba, y se adentró, pasando la mano por la cancela de hierro pintada de negro y medio oxidada que separaba el pequeño paraíso de la ciudad.

Bajó unas escaleras entre cuyos escalones nacía el verde musgo; la primera sensación que proporcionaba era la de humedad y frescura. Iruka habría cerrado los ojos si no existiese el peligro de caerse y rodar hasta abajo.

Tras un último alegre y flojo salto, tocó con las puntillas los anaranjados adoquines que constituían el largo camino que atravesaba el jardín y lo dividía en dos. Sólo se escuchaba el roce entre las hojas del árbol mayor y de los que estaban a su alrededor, aunque mucha sombra no podían proporcionar.

Iruka emprendió el camino en silencio, observando la hierba fresca ondear con la brisa, teniendo esta el mismo efecto que en sus cabellos rosáceos y celestes.

Pero hubo algo que llamó la atención de sus escleróticas carmesíes. Bajo el árbol más grande, parecía haber alguien sentado de mala manera. ¿Estaba durmiendo? ¿Qué hacía alguien durmiendo en un lugar público?

Pisó el césped algo dolido por el deterioro de este bajo sus pies, haciéndolo crujir conforme avanzaba. Pronto llegó a tocar con sus botas la prolongada y oscura sombra del árbol, que cubría a un joven de más o menos la misma edad que él, con varias marcas rojas bastante extrañas en el rostro, cuello y el brazo izquierdo –el cual estaba casi completamente cubierto por la mancha roja–. Bajó los párpados y alzó un pie para darle empujoncitos en la rodilla al sujeto, de cabellos níveos y largos por los hombros.

— Oe. Despierta. Este es un lugar público, no quieres que te pillen durmiendo aquí —le soltó en un tono un tanto desagradable, sin dejar de darle empellones.

A los pocos segundos de un no cesar de golpecitos, el joven comenzó a abrir sus pestañas albinas de forma casi molesta, aunque se agradecía el hecho de que el sol salía por el otro costado e Iruka estaba levantado allí, haciéndole sombra. Sus iris eran azules grisáceos, casi pudo ver cómo se fundían en su blanca esclerótica. Entre las hojas se filtró un rayo de sol que iluminó los pómulos del sujeto, mostrando el verdadero tono de rojo que cubría su mejilla.

— Hm... —el desconocido se frotó los orbes y se desperezó estirándose—. La siesta... se me fue de las manos.

Una gota de sudor y resignación apareció en la nuca de Iruka.

N E M O (n. 003)Where stories live. Discover now