Jacob Marley

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Nunca creáis todo lo que os dicen. En especial acerca del más allá, la vida después de la muerte y todas esas estupideces. Paparruchas, diría mi querido socio. Paparruchas. Es curioso cómo los papeles cambian.

Aquella Navidad se cumplían siete años desde mi fallecimiento. Siete perfectos y tranquilo años. Siete años de absoluta paz, partidas de bridge y montañas de libros. Lejos de las guerras, el frío y los pedantes como Scrooge o mi propio hermano. Pero claro está, los de arriba no podían dejarme pasar mi aniversario en paz. Ineptos.

Lo cierto es que toda la máscara de perfección y calma de lo que los vivos llaman cielo, no es más que eso, una máscara. Ellos no tienen ni idea de toda la enorme estructura que permite que esto (y la humanidad entera) funcione.

Me explicaré. Cuando morimos, los de arriba (llamadlos ángeles, dioses o simplemente Consejo, cómo os plazca) califican nuestra vida, nuestras decisiones y actos y, a partir de las conclusiones que saquen de esto, eligen una función para nosotros. Esta función es la que desempeñaremos durante el resto de la eternidad. Hacemos de conciencias, ángeles de la guardia, milagros... Si haces las cosas bien puedes ir ascendiendo e incluso llegar a formar parte del Consejo. Es muy difícil pero, seamos realistas, tienes todo el tiempo del mundo y más para intentarlo.

Mi papel en todo este entramado es, en concreto, el de asustador, aparición o poltergeist. Sep, asustadores, como en esa película tan rara de ahora, con dibujitos y monstruos. Sinceramente, creo que los tiempos van de mal en peor. Como nuestro propio nombre indica, lo que nosotros hacemos es, básicamente, asustar a los vivos. Claro está que todo esto tiene el fin de hacerles cambiar, salvarles del abismo, una vida llena de miseria y blablabla. Pero si le preguntas a cualquier asustador en qué consiste su tarea, te dirá que provocar pequeños infartos y charcos de orina. Admito que puede llegar a ser bastante divertido.

Lo que no es divertido es trabajar en Navidad y más aún cuando es el séptimo aniversario de tu muerte. El número siete es muy importante por aquí y además nuestras fiestas son brutales. Imagina una fiesta en la que nadie se cansa nunca, no puedes sufrir un accidente y, si se inicia una pelea, nadie acabará herido. Exacto. La juerga ideal. Una especie de fiesta de decimoctavo cumpleaños de esas que se hacen ahora (en mis tiempos algo así no habría sido ni imaginable) solo que mejor. Pero no, los de arriba tenían otros planes para mí aquella noche.

Cuando el Consejo te llama no es una buena señal, eso lo sabe todo el mundo. Por eso me dirigí hacia la Sala de Reuniones con más miedo que vergüenza. Nada más cerrar la puerta sentí sus miradas posadas en mí. Lo cierto es que por separado no imponían realmente, pero allí, todos juntos, sentados en su estrado y con sus enormes alas brillando en sus espaldas (privilegio de ángel) resultaban amenazadores.

Supongo que mi expresión de corderito degollado resultaba cómica ya que, nada más verme, un par de ellos ya habían estallado en carcajadas.
Yo no entendía absolutamente nada y, si soy sincero, aquello me estaba poniendo de los nervios.

—Umh... Es usted Jacob Marley, ¿me equivoco?

—No, señora —sí, los miembros del Consejo son "señores". Estamos obligados a llamarles así. De nuevo privilegio de ángel.

—De acuerdo...

La líder del Consejo me miró y esbozó una sonrisa pícara. Yo me sentía cada vez más perdido y solo quería mi "noche de paz".

—Bueno, sabemos que hoy hace siete años desde que... Llegaste —la palabra muerte es una especie de tabú aquí—. Y sabemos que te gustaría celebrarlo con tus colegas —encima lo hacían a conciencia, alucinante—. Peeeeero, dadas las... Ehm, circunstancias, hemos pensado que tal vez te interesaría hacer un encargo esta noche.

—¿Circunstancias? ¿Y cuáles son estas, si puede saberse?

—La persona a la que hay que dar una lección esta noche es un viejo conocido tuyo. Y creemos que podría resultarte... Divertido. Tal vez quieras ser tú quien le de su merecido.

Los ángeles se miraron cómplices entre ellos y se negaron a decirme quién sería la víctima. Muerto de curiosidad, me vi obligado a aceptar.

Las siguientes horas me limité a pasarlas vagando por allí como alma en pena (jaja, sí, todos hemos pillado el chiste, idiota) y preguntándome acerca del maldito encargo. Lo cierto es que había mucha gente que no se había ganado mi simpatía precisamente. Dios, ¡si me había enemistado hasta con el idiota del panadero!

El rato antes de las doce lo pasé entre bastidores. Así llamamos al minúsculo armario en el que guardamos el vestuario y demás parafernalia. El efecto de "fantasma salido de lo más profundo del averno" no se consigue así sin más. Decidí ponerme la ropa que llevaba al morir y unas incómodas pero realmente impresionantes cadenas. Eran pesadas y molestas y parecía que no las hubieran engrasado en mil años (cosa que probablemente fuera cierta) pero le daban un efecto mucho más convincente a mi disfraz.

Llegada la hora, me aparecí en la dirección exacta que habían dado los de arriba y, cuál fue mi sorpresa al reconocer la casa en cuestión.

Muy astutos, pensé, habéis dado en el clavo, amigos. Esbocé una media sonrisa que seguramente debía de darme un aspecto aún más espantoso y entré en la casa sigilosamente.

Atisbé por un pasillo el horroso camisón de mi víctima y ya no pude aguantar la risa por más tiempo. Aquella noche prometía ser muy divertida. Y solo acababa de empezar.

Feliz Navidad, socio.

(Jacob Marley, Cuento de Navidad)


Palabras ignoradasWhere stories live. Discover now