Capítulo 11: Duelo

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La cafetería volvió a abrir el domingo, con un nuevo cartel en su puerta que invitaba a los jóvenes a que dejen su currículum para trabajar allí. María atendía con los ojos hinchados y la nariz colorada, sin lugar a dudas producto de haber pasado una larga noche llorando. En condiciones similares se encontraba el hombre en la caja; no lo había visto jamás, supongo que se trataba del encargado del lugar o con un puesto parecido a ese. Había un ambiente extraño dentro del local, entre lúgubre y melancólico, generado por la ausencia de sus de los empleados más viejos. El silencio llenaba los rincones y recorría la mayoría de las meses, roto de vez en cuando por alguna que otra persona que dialogaba en voz baja, como temiendo que sus palabras fuesen oídas por todos los concurrentes. Me di cuenta entonces que gran parte de los clientes debían repetirse a diario allí, o al menos con visitas semanales como hacía yo. Extrañaba acudir los viernes y ese sentimiento, junto al misterio generado por Eugenia y ahora la ausencia de Ariel, me habían generado una extraña incomodidad, como si La esquina de José se hubiese transformado en un negocio ajeno a mis gustos y al que había entrado por compromiso, ante la falta de otro lugar donde poder tomar relajado un café. Como no había llevado el libro de Conan Doyle temiendo que sea considerado una falta de respeto de mi parte, estaba sentado tomando mi reconfortante bebida semiaburrido, sin otra tarea más que recorrer la cafetería con mi mirada, escudriñando rostros e inventando historias para cada uno de ellos. Afuera la temperatura era lo suficientemente baja como para no querer apurarme, la calefacción era agradable y de a poco volvía la sensación de comodidad, aunque no pudo ser suficiente como para compararla con los sentimientos que me había generado ese negocio en el pasado.

Lo sucedido el fin de semana se quedó grabado en mi inconsciente por el resto de la semana y afectó notoriamente mi rendimiento en el trabajo. Mi jefe lo notó pero tras contarle sobre el accidente fue muy comprensivo, a tal punto que hasta me ofreció la posibilidad de tomarme un día para relajarme y recuperarme, algo que rechacé. Si bien el muchacho no era una persona cercana a mí, saber que había fallecido alguien que conocía me generaba tristeza y una gran incomodidad, además de la sensación de que la muerte había rondado cerca mío, pensamiento que además de derrumbarme aún más causaba horribles escalofríos y un poco de insomnio. Hace tiempo ya que ese tema me aqueja, por un hecho causado en mi niñez.

A los 12 años perdí a mi papá. Se trató de un robo al cual se resistió, o al menos eso nos relató la policía, sin embargo los asaltantes huyeron luego de asesinarlo sin llevarse nada. Recuerdo como si hubiese sido ayer cuando mamá regresó con las pertenencias de papá, conteniendo el llanto e intentando tranquilizarme. Yo estaba desconsolado, me rehusaba a hablar, apenas y comía. La chica que vivía al lado fue quien me ayudó a superarlo todo. Olvidé su nombre hace mucho tiempo, pero sé que sus palabras tranquilizadoras y su espíritu alentador fueron todo lo que necesitaba en esa época. No tardó en ser mi amiga y pudo haberse convertido en mi primer amor de no ser porque un par de semanas después su familia se mudó a otra provincia y no volví a saber de ella.

Recordando a esa niña pensé en Eugenia y en que tal vez ahora podía desempeñar la misma función que mi vecina en ese entonces. Tomé el teléfono y la llamé con desgano, como sabiendo que esa acción sería inútil ya que la chica no contestaría. Cuando la llamada se cortó luego de un rato y escuché el timbre robótico del buzón de voz, no me molesté en intentar comunicarme de nuevo y simplemente me fui a la cama a dormir temprano, como lo había hecho toda la semana.

El último día en la oficina fue sin lugar a dudas el más largo. Con mucho esfuerzo había llegado apenas al mediodía y aún faltaban varias horas para poder salir de ahí. Para empeorar las cosas el jefe estaba enfermo y había faltado, estando en su reemplazo el insoportable de Pablo, un coordinador bastante molesto que lo único que hacía era presionar y exigir a los empleados mientras él se dedicaba a revisar su Facebook y conversar con sus amigos por Whatsapp, además de piropear a una de mis compañeras cada vez que pasaba cerca de ella.

En el horario del almuerzo no comí nada, tan sólo fui al baño a lavarme la cara y a dejar que pase el tiempo, aprovechando el rato para estar sólo, sin que nadie me hablara ni me pudiese molestar. A medida que pasaron los días me sentía más acongojado por Ariel, recordando los pequeños momentos que compartimos en la cafetería, las bromas a María y arrepintiéndome por no haber dedicado más tiempo a pasar tiempo con él. Volví a mi oficina apenas unos minutos tarde, algo que Pablo no pasó por alto y si bien no me dijo nada, me miró con una expresión de incorformidad al tiempo que señalaba el costoso reloj que llevaba en la muñeca derecha. Lo ignoré y continué con mis tareas con la misma velocidad a la que había trabajado hasta entonces. Suspiré con y me prometí a mí mismo dejar toda preocupación para cuando saliera de allí, concentrándome tan sólo en los papeles y los números. Y aunque me había parecido algo difícil cuando me lo propuse, al final logré hacerlo y el tiempo transcurrió considerablemente más rápido. No me dí cuenta de la hora hasta que mi computadora se tildó a las tres de la tarde en punto. Moví el mouse y ataqué al teclado con vehemencia hasta que me rendí y procedí a reiniciarla. El botón que oprimía no hacía nada, por lo que no tuve más opción que llamar al servicio técnico.

Cuando llegó minutos después el empleado me miró con desdén y me dijo que la computadora estaba cien por ciento operativa. Como vio mi rostro de incredulidad me mostró como, en efecto, respondía correctamente a cada una de las acciones que el chico llevaba a cabo. Se fue con bastante molestia y yo volví a trabajar confundido. No habrá pasado más de cinco minutos cuando nuevamente dejó de responder. Esta vez decidí agotar mis recursos y llamar al coordinador antes que al muchacho malhumorado que con seguridad me trataría de incompetente, por lo que antes de decir algo me agaché bajo el escritorio y la desenchufé. Luego volví a conectarla a la corriente y procedí a reiniciarla. Si bien en un principio funcionó de nuevo la máquina interrumpió mi trabajo y primero Pablo y luego el técnico corroboraron que la computadora, tal como yo decía, no funcionaba, habiéndose colgado a las quince horas con treita y tres minutos.

Salí del trabajo con un cansancio casi extremo, con un dolor que abarcaba todo mi cuerpo pero se focalizaba en la cabeza. Miré mi celular y me encontré con una llamada perdida. Se trataba de Eugenia, quien me había dejado un mensaje en el buzón de voz. Me apuré en escucharlo.

-Hola Matías, ¿cómo estás? Me enteré lo de Ariel... ¡Espero que estés bien! Quise comunicarme con vos pero no pude ubicarte. ¿Estabas trabajando a esa hora? Perdón si te molesté. No te olvides de leer el libro que te presté, seguro te va a gustar. ¡Nos vemos pronto!

Miré la hora de la llamada. Había sido a las tres y media de la tarde.



El próximo capítulo será publicado el martes 5 de septiembre.




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