Capítulo 17: Bogotá

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El clima era agradable, permitiendo disfrutar todos los lujos de un lugar tan hermoso. Bogotá era mucho más de lo que me había imaginado, y a pesar de que había investigado sobre ella en internet, me deslumbró desde que puse un pie fuera del aeropuerto. Rodeada de montañas la ciudad tenía una belleza que no esperaba y que me dejó sorprendido. La gente era muy amable a la hora de recibir a los turistas, saludándonos siempre con una sonrisa. El tarde del primer día lo ocupamos descansando, mientras que el segundo nos dedicamos a pasear. Oscar, su secretaria Leticia y yo recorrimos la ciudad y disfrutamos los deliciosos platos que ofrecían los restaurantes. Almorzamos, merendamos y cenamos en tres diferentes, y finalizamos la noche acudiendo al teatro. 

Una vez que llegamos al hotel, nos despedimos y los tres seguimos caminos diferentes, cada uno a su habitación. Apenas cerré la puerta gran parte de la alegría que experimenté durante el día desapareció, en el momento exacto en que ví, esperándome sobre la mesa, el libro que me había dado Eugenia en nuestra última cita, justo un día antes de nuestra pelea. La extrañaba demasiado, era el único motivo por el cual mi oprimido corazón me generaba una depresión apenas soportable, tan fuerte que opacaba todo lo demás. Ya habían pasado más dos meses desde que vi sus ojos por última vez, sesenta y cinco largos días en que estuve apartado de ella. Para empeorar las cosas, el viaje a Bogotá lo percibía como algo que me alejaba un poco más, si es que acaso eso era posible. Tomé La puerta abierta de Margaret Oliphant y lo llevé a mi nariz. Aún podía percibir un resto del perfume de la chica, el cuál se mezclaba con el fuerte aroma a humedad que el viejo libro desprendía. No lo había leído y tampoco quería hacerlo ahora, tan sólo lo había llevado para que me acompañe en la cama, como venía haciendo desde que perdí a Eugenia. Creía que cuando acabara esa historia se cortaría el último lazo que aún me unía a ella, como si la novela corta fuese un conducto que conectaba nuestros corazones. Dos espíritus, una vez conectados, se encontrarán una y otra vez. Las palabras retumbaban en mi interior. Deseaba que aquello fuese verdad, que nuestras almas se encontrasen de nuevo. Pero, ¿estábamos conectados? Y en caso de ser así, ¿qué sucedería cuando volviese a verla? Mi corazón latía por ella, de eso no quedaba alguna duda, pero mi mente me obligaba a cuestionarme todo. ¿Quién es Eugenia? Sin embargo a estas alturas creo que la pregunta que mejor aplicaba es ¿Qué es Eugenia? Ella jamás había escatimado a la hora de generar misterio en cuanto a su vida. Nunca supe dónde nació, ni dónde vivía. No me contó cuál era su profesión, ni cómo sabía cosas que era imposible que conociera una persona normal. También estaba el asunto de papá, mamá y Ariel. En las tres muertes me acompañó una muchacha de pelo castaño. La primera fue una niña, en las últimas dos se trataba de Eugenia... ¿Acaso...? No, era imposible...

Con un profundo suspiro tiré el libro sobre la mesita de luz y me senté pesadamente sobre la cama. Recordé a Rita, personaje de La borra del café, y me resultó imposible ignorar la similitud que había con Eugenia. Me di cuenta que hasta ahora me había mantenido ocupado y cada vez que estas dudas venían a mí las desechaba, pensando en otra cosa, sin ganas de querer analizar todo aquello. Tenía miedo de encontrar una respuesta, pero había pasado tanto tiempo ocultando las cosas que no podía seguir así. Aunque para ser sincero me resultaba imposible hallar una solución sin ella. Por más que uniera los hechos, siguiera pistas y diese con una teoría definitiva, no dejaría de ser eso, solamente una teoría hasta que ella misma lo confirmara con sus palabras, o lo desmienta revelando la verdad. Quizás todo estaba en mi mente, no había más que curiosas casualidades y Eugenia era una simple chica, que me había brindado su amor y yo la decepcioné, la lastimé. Igualmente ya no importaba todo aquello, la realidad es que la había perdido. 

El miércoles comenzaron las reuniones. Uno tras otro desfilaban hombres y mujeres en traje, equipados con portafolios y esbozando una sonrisa falsa que sólo buscaba generar empatía a la hora de los negocios. Empresarios, inversionistas y economistas saludaban y hablaban con Oscar y conmigo, ofreciendo participación en negocios, financiación para nuevos proyectos y posibilidades de crecimiento mutuo. Los tres nos veíamos sobrepasados, pero al anochecer mi jefe nos felicitó diciendo que estaba más que satisfecho con nuestro trabajo, y que el día siguiente teníamos que dar nuestro mayor esfuerzo para cerrar acuerdos claves, que eran los que habíamos ido a buscar. Por suerte el jueves era el último día, mientras que el viernes partiríamos hacia Argentina, nuevamente a la comodidad de nuestro hogar. Mi entusiasmo por volver era nulo, no había nadie en Buenos Aires esperando mi llegada, sólo me importaba que terminaran las reuniones. Por otro lado me había enamorado de Colombia, principalmente de su comida y de su café. Cómo amante de dicha bebida, sin lugar a dudas el café colombiano era el mejor que había probado, más fuerte al que estaba acostumbrado, superando por mucho al sabor del de La esquina de José. Ahora que visualizaba la imagen de la pequeña cafetería, no recordaba cuándo había sido la última vez que visité el lugar, no sabía cómo se encontraba María, ni si habían conseguido un nuevo empleado para reemplazar al pobre muchacho.

El viernes me desperté temprano por la tormenta. La lluvia era fuerte y el viento amenazaba con romper los vidrios de las ventanas. Oscar llamaba a cada rato al aeropuerto para saber si los vuelos se suspenderían, pero una y otra vez le informaron que todos los aviones partirían con el horario previsto. El nuestro despegaría a las dos y media del mediodía, por lo que no tuvimos mucho tiempo para esperar hasta que se hizo la hora de partir hacia El Dorado, desde donde finalmente emprenderíamos el regreso. Arribamos con tiempo y una vez realizados todos los preparativos nos sentamos en los cómodos asientos del avión esperando el despegue. Oscar y Leticia iban a la derecha del pasillo, mientras que yo, del otro lado, estaba junto a la ventanilla, con el lugar a mi costado desocupado. Unos veinte minutos después al fin se realizó el despegue.

Desde los primeros instantes se percibía que sería un vuelo complicado, la tormenta no aminoraba y muchos creíamos que era una verdadera locura viajar con el clima así, pero tanto el piloto como la aerolínea insistieron en que no había peligro alguno y prosiguieron, eso sí, extremando las precauciones. El avión atravesaba las fuertes ráfagas y se sacudía a cada rato, con turbulencias que nos movían de un lado para el otro. Yo apenas y miraba hacia afuera, maldiciendo por estar tan cerca de la ventana. En un intento de distraerme dirigí mi vista hacia el lugar opuesto a ella. El rostro de los demás pasajeros era similar o incluso peor que el mío, mientras que no había ni rastro de las azafatas. Tras varios minutos pude ver a una de ellas avanzando por el pasillo. Algo que me resultó extraño fue que ignoraba lo que le decían los pasajeros, caminando a paso firme, haciendo oídos sordos a todo lo demás. Aunque al principio era solo una idea momentos después confirme que me miraba fijamente, sin apartar sus ojos de mi. Cuando estuvo más cerca pude reconocer sus rasgos. El pelo recogido lucía  castaño claro. Su rostro se encontraba serio, con un ligero brillo en los ojos. Yo contuve la respiración. Era Eugenia.

Todos los viernes a las tres  (En edición)Where stories live. Discover now