│Razón ocho│

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Creí que la oportunidad perfecta para escapar era esa, sentarme en mi mesa lejos de él, pero para mi desgracia, ambas mesas estaban desérticas

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Creí que la oportunidad perfecta para escapar era esa, sentarme en mi mesa lejos de él, pero para mi desgracia, ambas mesas estaban desérticas. Era esa hora en la que todo el mundo disfruta de bailar y, convenientemente, KJ y yo éramos las únicas personas —al menos en esas dos mesas—, que no sabíamos bailar.

     Miré a mi grupo sentada. Todos parecían estarse divirtiendo y, a pesar de que algunos ni siquiera sabían bailar, disfrutaban moviendo los pies y, en algunas ocasiones, terminaban pisando a otros.

     Carmen me hizo una señal desde la pista de baile para que me uniera a ellos. No sabía bailar, tampoco tenía muchas ganas de hacer el ridículo, pero qué más daba.

     —¿Quieres bailar? —le propuse tímidamente.

     —No, no sé bailar —respondió.

     Bueno, lo intenté.

     En ese momento retomamos un antiguo hábito de cuando éramos pareja. Como ni él ni yo sabíamos bailar, cuando había una fiesta escolar, bailábamos con las manos. Nuestras manos se movían en el aire como si fueran una versión miniatura de nosotros mismos. Ninguno de los dos sabía mover los pies; nuestras manos, en cambio, eran bailarinas excelentes.

     KJ subió su mano a la mesa y comenzó a hacer pasos, incluso intentó hacer una reverencia, como si su mini yo me invitara cortésmente. Acepté su invitación con otra reverencia y comencé a mover los dedos a su alrededor, imitando los pasos que inventaba y sonriendo de vez en cuando.

     Cada vez que hacíamos esa rutina, nos imaginaba a los dos vestidos como príncipe y princesa, en medio del salón de un elegante castillo con un candelabro en el techo. Era más o menos como si recordara la escena de La Bella y La Bestia y editara nuestras caras en sobre dibujos animados. Imaginar a KJ vestido como príncipe nunca había sido tan fácil.

     Deseaba saber bailar de verdad, que ambos fuéramos tan buenos bailarines que él pudiera hacer uno de esos pasos arriesgados y espectaculares, cargándome de la cintura, dando vueltas en el aire. Era feliz con esa rutina de dedos que hacía volar mi imaginación y se sentía tan nuestra.

     Cuando nos aburrimos de ello, movimos los hombros al ritmo de la música —bueno, eso de «al ritmo de la música» puede que sea mentira y en realidad solo hicimos movimientos sin gracia—, era una canción de salsa. En un momento, dejé caer mi mano sobre la mesa, de repente él la tomó y siguió bailando moviendo mi brazo.

     La canción terminó, le siguió otra que no se prestaba tanto a bailar de esa manera. Era más bien una de esas canciones lentas para que las parejas se acercasen demasiado y se mirasen con cariño. De hecho, me encantaba esa canción.

     Nadie necesita saber bailar para esas ¿no?, solo te tomas de los hombros o de la cintura y te mueves de un lado al otro. Lo miré esperando que quizá, solo quizá, usara ese baile lento como pretexto para llevarme a la pista.

15 razones para no volver con él ✔️Donde viven las historias. Descúbrelo ahora