CAPÍTULO 5

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  El Centro de Investigaciones volvió a su silencio y desolación habituales. El perro me siguió por el pasillo, hacia la sala. Cerré la puerta con llave y me senté en el escritorio, frente al ordenador. El perro merodeaba en el espacio que antes ocupaba la inmensa plataforma.Los aviones pasaban raudamente sobre nosotros, alejándose de Europa. Yo no tenía ninguna información de lo que estaba sucediendo en Estocolmo. La señal de Internet se había cortado. De vez en cuando, pasaba un avión, un helicóptero, interrumpiendo esa oscuridad con un repentino y momentáneo haz de luz; postergando, por unos segundos, el silencio, con el ruido de sus turbinas enloquecidas y sus hélices desesperadas.Pero estos lapsos duraban muy poco; eran como relámpagos de presencia humana, cada vez más esporádicos. Transcurrió una hora, el tiempo que el teniente había considerado como suficiente para que el misil estalle en la Tierra si no era lanzado al espacio. El silencio y la quietud parecían confirmar que había sido lanzado, pero no podía asegurar nada. El perro se acostaba sobre el montón de diarios y se levantaba a cada rato.Me miraba, se acercaba y se retiraba.Transcurrió media hora más. El silencio del mundo era absoluto.Ya no pasaban vehículos por el cielo. El servicio de Internet seguía suspendido, pero yo permanecí en el escritorio, mirando la pantalla del ordenador. A veces me levantaba, caminaba un rato por el pasillo oscuro y enmudecido. Observaba ese montón de muebles viejos que estaban abandonados allí. Subía a la terraza del Centro, fumaba un cigarrillo y volvía a bajar las escaleras, hacia el subsuelo, donde el perro me esperaba, a veces dormido, a veces despierto.  

Hercólubus, el destructorWhere stories live. Discover now